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Los costes emocionales del nuevo individualismo

Joan Subirats

Desde hace tiempo me invade cierto desasosiego al observar los anuncios a toda página en que mujeres esculturales, y con menor frecuencia, hombres en plena forma, muestran sus atractivos, realzados por afirmaciones como "mira qué cara", "qué figura", "mira qué torso o qué pelo", "mira qué senos" mientras una pregunta emerge con fuerza: "¿Quién les devuelve la juventud?". Para evitar que uno piense en soluciones "fáusticas", se nos advierte de que no es necesario un pacto con el diablo para mejorar el propio cuerpo y acercarse al modelo publicitado. Se trata simplemente de acudir a los tratamientos que ofrece la moderna cirugía estética. Quizá pueda achacarse mi nerviosismo de la comparación entre los ideales que el anuncio explicita y la imagen que me devuelve cualquier espejo indiscreto, pero entiendo que hay algo más que explorar. Aparentemente no hay nada nuevo en todo eso, como la misma alusión indirecta a Goethe permite suponer. Pero, lo que sí puede resultar nuevo es la combinación entre la profundización individualista de la sociedad globalizada y las nuevas oportunidades que parecen existir para que cada uno se diseñe a sí mismo. Vivimos en una realidad social en la que predomina la sensación de riesgo, de descontrol, de vulnerabilidades crecientes. Y al mismo tiempo tenemos la sensación de que no controlamos nada, que nos enfrentamos solos a esa exagerada fluidez de relaciones, trabajos y lazos emotivos. Si somos más frágiles, pueden pensar algunos, al menos tenemos nuevas oportunidades para modelarnos a nuestro antojo y poder enfrentarnos mejor equipados a ese nuevo contexto en el que cada cual es básicamente lo que aparenta y lo que muestra, más que de dónde viene y con quién transita.

El último filme del director coreano Kim Ki-duk, estrenado bajo el título de Time, es una buena alegoria de todo ello, aunque la película sea claramente desigual en su narración. A caballo de la enorme popularidad que está teniendo la cirugía estética en Corea del Sur, el cineasta juega con el eterno tema de la pasión amorosa y su potencial declive por el paso del tiempo. Una mujer, extremadamente enamorada y celosa, intuyendo una cierta fatiga en su pareja tras más de dos años de relaciones, decide cambiar radicalmente su figura, sometiéndose a una dolorosa operación de cirugía estética que le cambiará por completo su cara y su apariencia. El desasosiego interno se canaliza hacia la salida fácil que parece ofrecer el quirófano. No se accepta el más pequeño inconveniente, no hay una perspectiva temporal que no sea cortoplacista, no se quiere uno enfrentar con sus propios fantasmas, y se apuesta por un cambio físico absolutamente innecesario si atendemos el punto de partida de la propia protagonista. Tampoco parece que se tengan en cuenta las consecuencias de todo ello en la percepción sobre uno mismo, ni tampoco las consecuencias que ello tendrá en los demás. El filme gira a partir de ahí en sucesivos círculos que van aumentando las angustias emocionales de la pareja hasta llegar a un final que cierra en sí mismo la fábula irónica y crítica sobre esa creciente superficialidad del nuevo individualismo, obsesionado por una belleza convencional vinculada al consumismo estético.

La protagonista atribuye la aparente desafección de su amante a su "misma y aburrida cara", y busca modelar de nuevo su rostro en un agresivo intento de buscar la propia identidad. La película insiste en ese tema en un complicado y no siempre bien resuelto juego de máscaras. Y al mismo tiempo muestra lo inútil de esa tribulación, de esa incesante huida de su propia realidad, cuando sea con una cara o con otra, los protagonistas acaban moviéndose siempre por los mismos escenarios, por el mismo café, por el mismo parque de esculturas. Sus cuerpos son distintos, pero ellos siguen siendo fantasmas en busca de sentido vital. No hay entorno social visible en esa búsqueda de perspectiva. Trabajo, familia, amigos, ciudad son simples aditivos a los que hay que apartar para que no perturben esa introspección narcisista envuelta en pasión amorosa. La identidad, para ellos, es simplemente uno mismo, sin presencia de otros. Lo que les une y les desune es el tiempo. Ésa es la belleza del desigual filme de Kim Ki-duk, descubrirnos la vulnerabilidad y cortedad de esa dependencia física y estética. Los problemas de los personajes no tienen nada que ver con la vida de muchos de los que les rodean, que probablemente tienen preocupaciones más acuciantes. Pero, esa desaparición del contexto, típica del nuevo individualismo, nos lleva a otra posible lección que sacar del filme: la falsa salida de la reconstrucción corporal y estética frente a la sordidez vital de la cotidianeidad.

¿Es ésa la sociedad que queremos? ¿Es ésa la modernización que pregonamos? Generamos ansiedad. Y encontramos más ansiedad cuando tratamos de escaparnos de la misma. En un buen reportaje de un reciente suplemento de cultura de La Vanguardia, Renata Saleci abordaba el tema de la renovada capacidad de los individuos para tratar de modelar su destino. E insistía en que eso provenía de la propia sensación que deberíamos estar preparados para poder llegar a ser empleables, casables, superando las constantes y diversas evaluaciones a las que estamos sometidos. Nunca habíamos sido más capaces de modelar lo que somos. Empezando por nuestro aspecto, y acabando por nuestras opciones vitales más diversas. Y no por ello se reduce nuestra ansiedad. Seguimos buscando algo que no encontramos. Hemos roto muchos de los vínculos que nos ataban con la familia, con el trabajo, con amigos no elegidos o con barrios calurosos pero asfixiantes. Pero esa autonomía conquistada, ese privatismo aislacionista nos sigue pareciendo angustioso. Los costes emocionales de la globalización aumentan. Y no por el hecho de luchar más por nuestra propia identidad, logramos que sea más sólida y durable. Quizá deberíamos empezar a pensar que solos, por muy nuestros que seamos, tampoco lograremos escabullirnos de nuestras angustias si no recuperamos un cierto sentido colectivo de nuestra convivencia.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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