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Columna
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La economía política de los recortes

Josep Ramoneda

Lo dicen los que dan consejos a los gobernantes: ante una crisis, un par de palos muy fuertes en el primer momento y tendrás a la gente en vereda para siempre. La reacción rápida y contundente se considera positiva por dos cosas: porque en momentos de máxima incertidumbre el primer instinto es buscar la protección del que manda y, por tanto, sentir que hay alguien que gobierna, y porque las medidas excepcionales duelen, pero exacerban el miedo en la ciudadanía, y una población asustada siempre es más fácil de gobernar. Zapatero no hizo caso a estos consejos en otoño de 2008, cuando la crisis empezaba a enseñar los dientes, y así le ha ido.

Artur Mas, que llegó con la crisis en estado ya muy avanzado, hizo de la austeridad el máximo objetivo, y sin miedo a pisar los terrenos sagrados de la sanidad, de la educación y de los funcionarios públicos. Ahora, veremos si Rajoy aplica el principio de entrar con golpes duros y sin vacilación. Parece una táctica contraindicada con su temperamento, pero la presión es abrumadora.

¿Cuánto tiempo estará dispuesta la ciudadanía a aguantar los sacrificios sin resultados tangibles?

A Artur Mas la apuesta le ha ido bien. Su Gobierno no ha sufrido todavía la erosión de la crisis y ha conseguido ganar por primera vez las elecciones al Parlamento español. Hay una interpretación de estos resultados como un apoyo incondicional de los catalanes a los recortes. Las mayorías políticas -en este caso una minoría mayor que las demás- y las mayorías sociales no siempre coinciden. ¿Cuánto tiempo estará dispuesta la ciudadanía a aguantar los sacrificios sin resultados tangibles? ¿Cuántos meses de subida del paro aguantarán unas medidas que destruyen empleo sin que se vea venir el momento en que lo creen? Un sector muy importante de las clases medias está paralizado por el miedo porque de pronto ha visto algo que pensaba que nunca le llegaría: el abismo en la puerta de su casa. Y acepta lo que sea. Si el tiempo de la incertidumbre se alarga y van cayendo más personas en el agujero del paro y de la marginación, el populismo acechará.

Se echa de menos una verdadera política de los recortes, que sitúe la austeridad en una perspectiva. El gobernante sin atributos precisos dice: "Las cosas están muy mal y vamos a recortar porque no hay otra opción". El gobernante con liderazgo dice: "Es cierto, la situación es muy difícil, pero os pido a esfuerzos a todos para ir en tal dirección". La dirección es lo que no existe ahora. O si existe, se oculta. El objetivo es el crecimiento, dirán. Pero el crecimiento no es un fin, es un medio para un tipo u otro de sociedad, salvo que creamos que el crecimiento puede más que nosotros y determina nuestro destino. ¿Qué crecimiento? ¿El que nos llevó al desastre actual? ¿Es posible? Todo el mundo dice que no. Ni siquiera hay margen para preguntarse si es deseable. Hay pistas: indicios de privatizaciones de servicios públicos. Y gestos preocupantes: la conversión del funcionario -presentado como trabajador privilegiado- en chivo expiatorio de la crisis. Mal asunto cuando se pretende culpabilizar a las personas a las que se aplican las medidas de austeridad.

Dicen que una sociedad decente es aquella en que las instituciones no humillan a los ciudadanos. El discurso que pretende hacer a todos culpables de los excesos de estos años es irritante. Pero además la presión -no solo económica, sino también de imagen- sobre la función pública afecta sin duda a la calidad del servicio público. Y si algo necesita este país es dignificar lo público. Ello no se consigue despidiendo a los que están en situación laboral más precaria ni pontificando sobre su ineficiencia. Hay mucho que mejorar en el sistema público, pero no por la vía de la poda fácil, sino de la optimización de los procesos y los recursos, y del reconocimiento de lo que el servicio público representa para una sociedad decente. Hay demasiada parcialidad en la presentación de las políticas de recortes. Es difícil sostener que el sector público es el malo de la película, cuando todo el mundo sabe que la deuda del sector privado multiplica por dos la del sector público. Los recortes llevan inscrita una peculiar economía política: el mercado contra el sector público. Además de recortar, los gobernantes deberían formularse una pregunta: ¿de qué armas disponen para que el poder político recupere la autoridad perdida frente al poder económico? Salvo que, en su impotencia, se hayan resignado ya a una condición subalterna.

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