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Tribuna
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Nosotros

Joan Subirats

Vivimos tiempos de introspección. Cuando la crisis aprieta, buscamos a los nuestros para encontrar cierta seguridad ante tanta incertidumbre. Algunos trabajadores británicos se movilizan para reivindicar que los primeros en contratar sean "británicos", aunque no esté muy claro a estas alturas qué quiera decir eso. En Italia se asiste a la creciente deriva xenófoba de la coalición de derechas, con un protagonismo esencialista de los dirigentes de la Lega Lombarda, cuyos ministros en el Gobierno presionan a los médicos de la sanidad pública para que denuncien a los enfermos sin papeles. Las elecciones en Israel han catapultado las opciones más sionistas, como reacción de una parte de la opinión pública ante la aparente incomprensión que el mundo ha tenido con relación a la ofensiva en Gaza, fundamentada aparentemente en la autodefensa. Las últimas encuestas en España apuntan a un repunte de la preocupación por la presencia masiva de inmigrantes en nuestro país, en momentos de profundo pesimismo sobre el inmediato porvenir. Después de años de exaltadas defensas del cosmopolitismo y la globalización, parece producirse un repliegue defensivo en el que cada quien encuentra la calidez de los estereotipos con los que desde siempre hemos ido definiendo a los nuestros y a los otros, conceptos estos que vamos utilizando de manera utilitaria y cambiante, en la medida en que nos interesa o conviene.

Tantos años de debate sobre cómo relacionar diversidad cultural y ciudadanía democrática no han conducido a grandes avances

El futuro de Europa depende, en buena parte, de la capacidad conjunta de encontrar rasgos suficientemente amplios e inclusivos para que las distintas mentalidades, intereses y tradiciones puedan encontrar acomodo, pero sin que ello diluya el nosotros europeo hasta tal punto que carezca de toda capacidad explicativa y de toda capacidad de construir un demos, un pueblo compartido. En un libro reciente, el profesor catalano-alemán Peter Kraus (A union of diversity. Language, identity and polity building in Europe, Cambrige University Press, 2008) trata de dilucidar estos aspectos centrándose en los temas de identidad y lengua. Kraus parte de la hipótesis de que la vía tecnocrática y utilitaria hasta ahora utilizada para ir avanzando ha dejado de ser viable tras las continuas ampliaciones y los propios límites que la actual situación económica genera en la capacidad de redistribuir riqueza y vender así Europa. Pero si la vía de los outputs está agotada, la alternativa implica ser capaces de construir un nosotros que exprese los lazos comunes y al mismo tiempo respete la intrínseca diversidad a la que nadie quiere renunciar. El eslogan europeo Unidos en la diversidad es mucho más fácil de proclamar que de ser convertido en práctica institucional. La historia de la construcción europea está plagada de desaguisados con relación al licor de kirsch, las salchichas alemanas o el champaña francés. Y tenemos el ejemplo más reciente de todo ello en la furibunda y comprensible reacción de los ciudadanos de Berga o la pléyade de grupos de diables en toda Cataluña, ante la pretensión de suprimir de un plumazo regulador una tradición que afecta a la identidad de muchas comunidades locales. ¿Quiénes son ellos (Bruselas) para meterse con la manera de ser nosotros (los catalanes)?

Si dejamos a un lado la pretensión de convertir la Unión Europea en algo superior a los estados-nación y simplemente la entendemos como un segundo orden constitucional, que cumple funciones y genera espacios políticos distintos a los tradicionales del orden de Westfalia, lo que deberíamos imaginar es cómo complementar sus importantes funciones regulatorias y financieras con algo más de sentido de pertenencia. Y en este sentido, la crisis muestra una vez más sus potencialidades como oportunidad. Hasta hoy lo que vemos es una carrera desenfrenada de cada país por ver cómo salva los propios muebles y de algunos dirigentes por sumar puntos de liderazgo personalista, mientras que la capacidad conjunta de respuesta europea como Unión está siendo muy débil. Tantos años de debate sobre cómo relacionar diversidad cultural y ciudadanía democrática no han conducido a grandes avances. El déficit democrático europeo es un déficit de demos. No hay sentido de pertenencia ni lazos de solidaridad interestatales. Mientras, la participación en las instituciones europeas desciende y nos seguimos refugiando en mitos estatales que sabemos insuficientes y obsoletos para enfrentarse a problemas de orden financiero global. Sabemos que cada vez más nuestros problemas coinciden con los problemas de muchos otros, pero seguimos aferrados a ese nosotros de geometría variable que vamos administrando según nos conviene. La propia ceguera de unos y otros, la incapacidad para aceptar la diversidad, reconocerla y elevarla a la necesaria institucionalización federal, nos encierra en alternativas con poco recorrido. Seguimos buscando un nosotros westfaliano ante una realidad que sabemos que necesita respuestas de otra escala y magnitud.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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