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EL ÚLTIMO DOMINGO
Columna
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La facilidad de Beth Rowley

Llevo días con el síndrome del l'esprit de l'escalier, es decir, pensando en todo lo que me quedó por decir en el artículo que la semana pasada dediqué precisamente a la cuestión del "espíritu de la escalera", esa expresión francesa que habla del momento en el que encuentras la réplica adecuada a lo que te dijeron, pero ésta no te sirve, porque estás ya bajando la escalera y la contestación ingeniosa deberías haberla dado antes, cuando estabas arriba.

O sea que llevo días bajando por una escalera. Preguntándome, por ejemplo, cómo fue posible que tradujera por "espíritu" lo que en realidad es "ingenio", pues la expresión francesa fue acuñada por primera vez por Denis Diderot en su Paradoja del comediante en el siglo XVIII, una época en la que esprit equivalía a ingenio más que a espíritu.

Pero es que además, arrimándome a la sombra de la innoble coartada de la falta de espacio, silencié una serie de detalles que habrían ampliado muy eficazmente la información y la reflexión sobre el tema.

"Literatura o la venganza del ingenio de la escalera", anotó escuetamente Paul Valéry en uno de sus Cuadernos. De mi artículo lo que más lamento es no haber comunicado con exactitud toda la belleza y grandeza de esa comparación tan certera de Valéry entre venganza y literatura.

Pero bueno, ahora que lo pienso -sigo en la escalera de todos modos-, quizás sea ridículo lamentarse tanto. A fin de cuentas, no existen los textos perfectamente acabados. Es más, creo que nadie que sepa mínimamente de escritura puede llegar a creer en el texto perfecto. De hecho, ningún escritor serio da por totalmente bueno lo que escribe. Como decía Fabio Morábito en una reciente entrevista: "Un escritor es el que, en rigor, no sabe escribir. Nadie sabe escribir, pero un escritor es el que se da cuenta y convierte eso en un problema".

Perdón por ser un problema. Pero aún quiero decir algo más. Creo que en realidad lo único esencial que olvidé decir en mi artículo fue que el ingenio de la escalera es toda una bendición para el arte porque es el motor de toda obra literaria seria, y muy especialmente el motor de los escritores obsesivos que viven en círculos concéntricos y vuelven a la carga casi siempre sobre las mismas preguntas y temas.

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No es que, como algunos dicen, el Borges de su última etapa como escritor se repitiera al dar vueltas concéntricas en torno a sus temas clásicos (el tigre, el otro, la biblioteca, el laberinto), sino que era alguien que lúcidamente buscaba cavar en las profundidades de lo ya escrito para intentar desmontar la casi intolerable teoría de que nuestras mentes terminan siempre por mostrar sus límites. Borges buscaba superar lo que ya había hecho. Y en sus últimos libros los temas se resumían en un solo relato general: la vieja historia del que lucha con sus límites mentales. Yo creo que, al final de su vida, junto a los consabidos temas del tigre, el otro, la biblioteca y el laberinto, Borges dio con ese nuevo tema borgiano: el del héroe que se obstina en tanto en ir más allá de su mente como en mejorar lo escrito, ver si de los viejos textos surge una mayor profundidad.

A veces oigo decir que cada día está peor la literatura. Pero yo constato diariamente que siguen quedando escritores de raza, enfrentándose -como toda la vida se ha hecho- a los mismos problemas con los que se encontraron sus antecesores. Puede ser que cambie la forma de comunicarse, pero el compromiso artístico -que no es otro que crear un mundo propio y tratar de cavar en lo más profundo de nuestros propios límites- ni varía ni lo hará jamás; al menos no cambiará en el mundo de los escritores que corrigen y vuelven atrás y son obsesivos y se pierden siempre en el imprescindible espacio de la gran venganza de la escalera.

Creemos, por ejemplo, que un día nos levantaremos y se habrá acabado la crisis. Y no es así, la crisis no tiene final del mismo modo que no lo tiene libro alguno, por cerrado o perfecto que nos parezca. Admiro a los escritores que vuelven una y otra vez al lugar del crimen. Más que estar trastornados por el asunto que tratan en una novela tras otra, más que repetirse con sus obsesiones y temas, lo que estos neuróticos tratan de hacer -con su fijación recurrente y su regreso a lo que ya parecía terminado- es tratar de entender bien el asunto sobre el que llevan años dando constantes vueltas y así ver si pueden profundizar al máximo sobre el famoso tema que les tiene tan ocupados desde que decidieron ocuparse de él.

Son como Marcel Duchamp cuando se quedó sin ideas y, dado que el único arte que le interesaba era el arte de la idea -la cosa mentale de Leonardo-, en lugar de abandonar la partida sin más (como tan a menudo sugirió haber hecho) y a pesar de que le horrorizaba repetirse, decidió convertirse en el principal conservador y guardián de sus ideas más tempranas, pensando que quizás llegaran a revelarse con mayor profundidad y complejidad.

Creo que ya les gustaría a todos los escritores neuróticos -esos que regresan una y otra vez sobre sus temas esperando profundizar más en ellos- escribir a vuelo de pluma, sin cometer fallos, con la envidiable facilidad, por ejemplo, con la que canta Beth Rowley I shall be released (la música que estoy escuchando ahora). Pero no hay ni uno de ellos que no acabe decantándose por algo más difícil y en cualquier caso menos expeditivo: ser como el alumno castigado al fondo del aula a escribir lo mismo una y otra vez hasta que profundice en las frases repetidas y la escritura le salga mejor.

No hace mucho, John Banville decía acordarse de un inevitable turno de preguntas en un coloquio y de una mujer sentada en la primera fila que le increpó: "¿Cuándo va a dejar de escribir sobre tipos que asesinan mujeres?". Y él respondió: "Cuando me salga bien, señora, dejaré de hacerlo".

Ni que decir tiene que sigo en la escalera.

www.enriquevilamatas.com

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