Un fotógrafo en el edén de la lectura
Caja Madrid exhibe el íntimo placer de la lectura que supo captar Kertész

El niño, encima de un montón de diarios, sorbe un helado mientras mira el cómic. Nueva York, 1944. Pese a estar en medio de la calle gris, está absorto en la lectura. Quizá por eso no se ha percatado del fotógrafo. Si es cierto, como dice el viejo proverbio árabe, que un libro es como un jardín que se lleva en el bolsillo, el gran fotógrafo André Kertész (Budapest, 1894-Nueva York, 1985) se dedicó durante años a captar con discreción a los paseantes de esos particulares edenes. Las 54 instantáneas que constituyen la exposición André Kertész, el íntimo placer de leer, que hasta el 7 de septiembre puede verse en el Espai Cultural Caja Madrid de Barcelona (plaza de Catalunya, 9), transmiten al visitante una sensación de sano voyeurismo en un mundo íntimo, alejado del mundanal ruido y, en el fondo, de todo espacio y tiempo.
Kertész se compró su primera cámara (una ICA box) e hizo su primer cliché en 1912. Sorprende que ese mismo año ya fuera a la caza de esos paraísos artificiales, como muestra el niño húngaro dormido encima de un periódico. No es un tema fotográfico al uso el del lector en su mundo, pero, en cambio, Kertész no dejará de aprehenderlo hasta casi la última instantánea de su vida, en 1984. Siempre en blanco y negro, será un extraño leitmotiv, que aparece hasta cuando es soldado del ejército austro-húngaro en los Balcanes, en 1915, donde capta a un compañero meditabundo, libro de rezos en mano, en la trinchera. Sólo hay una posible explicación a esta particular obsesión: una querencia por el libro que debía venir de su padre, Lipót Kertész, librero de oficio y escaso beneficio. Algunas de esas imágenes acabaron en un libro, On reading, hoy difícil de hallar.
No importa que quien lea sea alguien que lo hace en una mesa cubierta con un hule, aún con restos de comida, en un centro del Ejército de Salvación (París, 1929). O una anciana, cofia en ristre, en su cama del hospicio. Si es que saben que el fotógrafo estaba ahí, sin duda lo han olvidado: la distancia del objetivo es prudencial y nadie mira a cámara, excepto en un autorretrato... con libro, claro (1927). Se trata siempre de recoger esa intransferible y silenciosa comunión entre lector y volumen, sin romper el encanto.
Es la misma atracción por la lectura que sienten, en la exposición complementaria a la de Kertész, Palpando la palabra, las personas invidentes que protagonizan esa segunda oferta de Caja Madrid, con imágenes actuales de Fernando Moleres y Tatiana Donoso. Son una treintena de fotos que documentan los esfuerzos de aquellos que son ciegos en países como la India y Egipto. Sólo el 10% de los que no pueden ver en el mundo saben leer y escribir. Lo hacen con la yema del dedo índice, que es la parte del cuerpo que más rápidamente transmite las sensaciones al cerebro. Pero les anima el mismo afán que a los videntes para encontrar su jardín lector.
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