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El fuero y el huevo

Se trata de una cuestión recurrente, de una incógnita que la intelectualidad española viene planteándose desde hace centurias, cada vez que la sociedad catalana se moviliza en defensa o reivindicación de sus derechos colectivos, o pretende mejorarlos. Me refiero a aquel dilema que ya don Francisco de Quevedo y Villegas formuló en la primera mitad del siglo XVII: el de saber si las agitaciones y las demandas de Cataluña eran "por el huevo o por el fuero", es decir, si el conflicto versa sobre materias tangibles, a menudo dinerarias -contribuciones, quintas, aranceles, financiación, competencias...- o más bien sobre intangibles simbólicos y emocionales: sobre si somos región, nacionalidad o nación, sobre los relatos históricos respectivos, sobre el estado jurídico de las lenguas, sobre prelaciones protocolarias, sobre himnos y banderas, sobre sentimientos...

Como no podía ser de otro modo, el viejo dilema reapareció durante el Encuentro Cataluña-España de académicos e intelectuales que tuvo lugar el pasado sábado en Barcelona, aunque formulado esta vez en términos más modernos, los que propone el economista Albert Hirschman: intereses versus pasiones; y hubo quien recomendó vivamente dejar al margen las segundas, concentrándose en los primeros, que son cuantificables y divisibles por definición. Pero este consejo suscita al menos dos objeciones: una, la enorme dificultad -que Josep Ramoneda explicó el martes aquí mismo- de separar con nitidez intereses y pasiones; la otra, que también las pasiones o los sentimientos identitarios pueden administrarse de diversas maneras. Y, según sostuvo el historiador gallego Ramón Villares, "la democracia española ha gestionado muy mal los sentimientos; ha faltado pedagogía de la pluralidad de los sentimientos identitarios...".

Así es, en efecto. Podríamos resumirlo diciendo que mientras, en el terreno jurídico-institucional, España ha pasado en 25 años de ser un Estado rigurosamente unitario a ser un Estado compuesto, con importantes desplazamientos de competencias, de funcionarios y de recursos desde el centro hacia la periferia, por contra en el ámbito simbólico-sentimental el aparato de ese mismo Estado ha mantenido casi intactas sus concepciones unitarias de siempre. No ha habido una transformación de la cultura simbólica y política española que corriese en paralelo al desarrollo del Estado de las Autonomías.

Tal vez los lectores más veteranos todavía recuerden el cisco que se montó allá por 1983 cuando, por primera vez, un coche oficial de la Generalitat apareció por Madrid luciendo el banderín con las cuatro barras, y el entonces secretario general de la Presidencia del Gobierno, Julio Feo, obligó a retirar dicha enseña por considerarlaa -supongo- una provocación. En lugar de pedagogía de la pluralidad simbólica, lo que hubo durante lustros fue rechazo y desdén. No es de extrañar, así, que cuando en 2004 José Luís Rodríguez Zapatero introdujo la costumbre de recibir a los presidentes autonómicos con las banderas de su comunidad y de España flanqueando la puerta de la Moncloa, muchos patriotas de hojalata se escandalizasen: ¿acaso Ibarretxe o Maragall son mandatarios extranjeros?, clamaron. Y es que su cultura simbólica sigue anclada en 1975.

El hecho es que, tras un cuarto de siglo de Estado autonómico, todos sus ciudadanos siguen llevando en la cartera un DNI o un pasaporte rigurosamente monolingües; que los billetes del Banco de España -mientras los hubo- aparecían impresos sólo en castellano, igual que sucede con los sellos y estampillas de Correos; que el uso reglamentario del catalán, el vasco y el gallego en el Congreso de los Diputados continúa sin resolver, mientras que en el Senado se tolera una vez al año y en el Parlamento Europeo aún lo están estudiando... Sobre este deplorable resultado, el PSOE tiene una responsabilidad por omisión: la de no haber hecho nada para cambiar las inercias unitarias. Por el contrario, los gobiernos del Partido Popular entre 1996 y 2004 procuraron activamente fortalecer, realzar y desacomplejar esas inercias.

El rearme, la ofensiva simbólica de la España única tuvo durante el azanarato múltiples manifestaciones, algunas de ellas abortadas en el primer cuatrienio por la falta de mayoría absoluta, pero no por ello menos hirientes. Hagamos memoria: el intento de homogeneizar la enseñanza de la historia en todas las comunidades autónomas, el proyecto de acuñar monedas de 50 pesetas con la efigie de Felipe V, la idea de dotar al himno español -la Marcha Real- de una letra cantable, el borrador de decreto que obliga a la ciudadanía a escuchar de pie y en posición de saludo dicho himno... Eso, por no hablar de la política de conmemoraciones oficiales, de los criterios de concesión de muchos Premios Nacionales, de las publicaciones y posicionamientos de la Real Academia de la Historia, etcétera.

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Por su condición de capital, Madrid no es una ciudad que adolezca precisamente de banderas rojigualdas en toda clase de edificios públicos; pero, cuando Aznar y Federico Trillo decidieron plantar una de gran tamaño en medio de la plaza de Colón, ¿no habría sido lógico -en la lógica del Estado de las Autonomías, quiero decir- rodearla de las 19 banderas autonómicas y mostrar así que éstas eran también enseñas españolas? Esa misma lógica formal con la que Aznar se llenaba la boca -"España ya es el país más descentralizado del mundo"- ¿era compatible con la implantación de un modelo de matrículas automovilísticas más centralista que el de Francia?

Ignoro si, de no haberse producido todos esos agravios simbólicos y menosprecios sentimentales, hoy tendríamos también sobre la mesa un proyecto de nuevo Estatuto. Puede que no; porque, pese a nuestra fama de fenicios y materialistas, creo que sigue siendo válido el reproche que dirigió a los catalanes, hace ahora 100 años, Miguel de Unamuno: "¡levantinos, os ahoga la estética!".

es historiador.

Joan B. Culla i Clarà

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