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Columna
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El hígado del cardenal Felici

El cardenal Pericle Felici fue secretario general del Concilio Vaticano II, y desde este puesto clave favoreció una y otra vez con sus maniobras a la minoría conservadora, tal como explico en mi libro Réquiem por la cristiandad. Decía de él monseñor Laboa (el nuncio en Panamá que acogió al presidente Noriega) que no tenía hígado, porque cuando los obispos renovadores le echaban en cara sus marrullerías no se inmutaba y persistía en sus tejemanejes. En reconocimiento a sus desvelos, después del Vaticano II fue nombrado cardenal y presidente de la comisión para la interpretación de los textos conciliares y también presidente de la comisión que preparaba el nuevo código de derecho canónico. En sus últimos años, huyendo del agobiante ferragosto romano, pasaba todo el mes de agosto en una casa que tienen en Cantonigros unas religiosas de las que era cardenal protector. El 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen, solía subir a Montserrat. No concelebraba (ya fuese porque como muchos conservadores era opuesto a la concelebración, o bien porque si concelebraba quitaría la presidencia al Padre Abad), sino que asistía al oficio en capisayo y al final dirigía unas palabras al pueblo e impartía la bendición apostólica. Almorzaba con la comunidad y después, en la sala de recreación, mientras tomaba café con los monjes, se complacía en responder a las preguntas que le hicieran sobre rumorología vaticana.

Subió por última vez a Montserrat por la Asunción de 1981. Había sufrido ya más de un infarto, y de hecho moriría siete meses después, el 22 de marzo siguiente. Tal vez lo habían medicado, porque mostraba una gran locuacidad. Aquel día empezamos preguntándole por la reforma de la Curia, que se decía que Juan Pablo II, elegido en 1978, estaba preparando (como se dice siempre de todo nuevo Papa, aunque todos mueren sin haberla realizado). Felici respondió con una vehemente defensa de la Curia vaticana, según él, absolutamente necesaria para la buena marcha de la Iglesia; se podían hacer ligeros retoques organizativos, pero de ningún modo cambiar el sistema de gobierno. A continuación alguien le preguntó qué le parecía el nuevo Papa. Felici, naturalmente, se deshizo en elogios del Sumo Pontífice felizmente reinante. Entonces el malogrado P. Evangelista Vilanova (que en paz descanse) apuntó suavemente: "Algunos critican sus viajes...". A lo que el cardenal Felici contestó: "¿Pero cómo se atreven a criticar los viajes del Papa? ¿No ven cómo arrastra a las muchedumbres y entusiasma al pueblo? Éste es su carisma". Y añadió (palabras que no se me olvidan, y de las que fuimos testigos todos los que formábamos entonces la comunidad de Montserrat): "Su carisma es viajar. El nuestro es gobernar la Iglesia".

El nuncio Laboa opinaba que el cardenal Felici carecía de hígado. Era un modo de hablar. En catalán, al contrario, diríamos más bien que lo tenía hipertrofiado: quin fetge!

Hilari Raguer es historiador y monje de Monserrat.

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