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Columna
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Los jinetes de la muerte

En la distancia, desde este Uruguay lejano que me cose a preguntas, lo de Barajas es aún más irracional. Conversaciones al amparo del verano del Cono Sur, con la mirada tierna que da el descanso, el tiempo robado, la palabra tranquila, pero todas ellas denominando en lo común: el terrorismo es una maldad intrínseca, genéticamente perversa, nacida de un nihilismo aterrador que inunda el cerebro y el corazón de los tipos que deciden matar al otro, al distinto, al desconocido. A diferencia de muchos de mis colegas, yo no tengo ningún problema con el lenguaje. Creo que es el mismo terrorismo el que se pone a la cola de un grupo de jóvenes que buscan trabajo, en el Bagdad quebrado, y lanza por los aires sus cuerpos, sus almas sus sueños; el mismo el que sube a un autobús en Tel Aviv, mira las caras de las gentes que lo llenan, quizá algún joven universitario pensando en su novia, quizá un hombre que cuenta los meses para la jubilación, quizá todos y cada uno, con sus vidas, sus amores, sus anhelos, todos convertidos en humo cuando el terrorismo los mira a la cara y sólo ve odio..., y sí, creo que es el mismo terrorismo nihilista, sin ojos en sus cuencas, sin cerebro para entender la vida, sin alma para anclar en la conciencia, el que conduce hasta la terminal de un aeropuerto, en plenas fiestas navideñas, y aparca sus 200 kilos de maldad, sin saber cuántos pasarán por ahí, cuántos estarán en ese lugar y tiempo malditos, respirando sus últimos segundos. Me pregunto qué pasa por el cerebro de alguien que, una mañana, se levanta, se lava la cara, quizá llama a los amigos, puede que rece, sale de casa y se prepara para matar. Como el verdugo que es, aplicando una pena de muerte que ha decidido desde su omnipotencia totalitaria. Dicen que hay causas y hasta patrias y puede que ideas, pero todo ello sólo es un espeso velo de pobres excusas que sufren la metamorfosis que ha sufrido el terrorista: de ser humano, a máquina de matar.

"Quizá Zapatero esté tan desconcertado como todos en estos días de ruptura de esperanzas. Pero él es el presidente, y un presidente es un líder"

Los desprecio hasta la rabia. Jinetes de la maldad, cabalgando a caballo del nihilismo asesino, esparciendo su triunfo de muerte en los paisajes de la vida.

Me hablan del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero insistentemente, dolidamente, quizá incomprendidamente. El periodista Mariano Grondona cita, en el acto sobre libertad y prensa que compartimos en el Conrad de Punta del Este, la frase de algún notable español sobre el presidente: es peor que Kischner, porque ZP es educado... El escritor y amigo Marcos Aguinis opina que lo peor es la falta de liderazgo. Alguien suelta que vivimos tiempos de líderes de bajo perfil y, en los entremedios, explico que yo estuve siempre a favor del proceso de paz, que lo volvería a estar, que lo hizo bien Zapatero, que apostar por ese camino era apostar por el futuro, que el PP jugó duro y mal en esos meses de esperanza y que nadie, más allá de los terroristas, tiene la culpa de la muerte en Barajas. Poca discusión en eso, pero las críticas a Zapatero arrecian, lleva mal la gestión de la crisis, demasiado escondido, demasiado desconcertado, demasiado asustado. Y ahí, desde las muchas distancias con mis colegas, se acortan los caminos. Visto desde la perspectiva que dan unos cuantos miles de kilómetros, creo que Zapatero no ha estado a la altura del momento, y que la falta de liderazgo para atajar el desconcierto colectivo ha devorado parte de su credibilidad. Uno no puede ser Bambi en los buenos tiempos si no es el cazador en los tiempos duros. Y Barajas ha cambiado el tiempo, ha trastocado las reglas del tablero, ha roto de cuajo el buen tono del libro de cuentos. El Zapatero que ha tenido altura en todos los meses de la tregua, no la ha tenido en los días del quiebro.

Andre Glucksmann lo explica con metáfora bíblica: igual que uno no puede dormir con quien quiera, tampoco puede matar a cualquiera porque entonces es el caos. "Desde Caín y Abel es así", me añade el ex presidente Lacalle, que nos visita en la casa de los Cohen, en esta mañana cálida. Sin embargo, este momento de la historia, bien anclado en los valores que la modernidad ha forjado con dificultad y ahínco, es también el momento de las bombas humanas, de los niños educados para amar el martirio, de los tipos con boina que pasean la muerte en furgonetas, tiempos de desconcierto y pensamiento blando, relativista en los valores, perversamente sólido en los dogmas y los prejuicios. Mirando de cerca al terrorismo, con sus muchos disfraces desde vasco hasta islámico, desde las Amias lejanas en los lejanos Buenos Aires, hasta los trenes de Madrid, pasando por un aparcamiento en Barajas donde dos corazones emigrantes laten tranquilos en su nuevo hogar, todos representan el mismo reto: forzar, con la muerte masiva, el código de leyes que ampara la libertad. Y, ante ellos, la autoridad democrática tiene que ser eso, democrática, pero fuerte. Quizá Zapatero esté tan desconcertado como todos en estos días de ruptura de esperanzas. Pero él es el presidente, y un presidente es un líder, alguien que dirige un gobierno, pero también los miedos y los interrogantes de la gente a la que gobierna. Por eso, desde aquí, a miles de kilómetros de allí, muchos me hablan de falta de autoridad. Y no se trata de darle la razón al PP, que personalmente no creo que la tenga. Se trata de no dar la razón al desconcierto. Lo dicho. Ser Bambi es placentero. Pero en las crisis, los cuentos de niños desaparecen.

www.pilarrahola.com

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