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Columna
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La ley en Cunit

Francesc Valls

El mundo municipal catalán parece poco dispuesto a prestar oídos a las recomendaciones de Aristóteles a Nicómaco en la búsqueda de la moderación. Por lo menos, en lo relacionado con la inmigración. El exceso y el defecto, los dos extremos, se han dado con pocas semanas de diferencia en sendas poblaciones de Osona y Baix Penedès. Recientemente, el Ayuntamiento de Vic mostró su intención de ser inflexible, a riesgo de vulnerar la legalidad, y no empadronar a aquellos inmigrantes que no tuvieran los papeles en regla. Con ello transgredía la Ley de Bases de Régimen Local y torpedeaba el criterio de arraigo que prevé la de extranjería. Al final, el dictamen del abogado del Estado vino a poner las cosas en su sitio a la espera de cambios legislativos. Si a los ayuntamientos les faltan fondos para servicios sociales, la manera más ética de equilibrar cuentas no es dejando al más débil al margen de los servicios básicos. Y si los problemas que puedan surgir entre autóctonos e inmigrantes ocupan el noveno lugar de las preocupaciones de los ciudadanos de Vic, no parece de gran urgencia embarcarse ahora en operaciones de dudoso calado no ya moral, sino también legal. Y en el lado opuesto del escenario, esta semana EL PAÍS adelantaba el caso de una mediadora cultural de origen marroquí, Fatima Ghailan, a la que -según el fiscal y a la espera de la sentencia- el imán de Cunit, Mohamed Benbrahim, acosó y amenazó por vestir pantalones, no llevar velo, conducir su coche y frecuentar ella y su familia amigos infieles, es decir, no musulmanes.

"El concepto de paz social de la alcaldesa se halla en un nicho del cementerio de la libertad, cuando una religión se impone despóticamente"

La alcaldesa de esa localidad -joven y socialista- intentó, al parecer, que la acosada retirara la denuncia contra el clérigo sedicioso y evitó que la policía lo detuviera cuando la joven huía de sus exabruptos. La regidora declaró ante el juez que su proceder estaba guiado por la preservación de la paz social en la localidad. Y seguro que de un acto de buena intención se trataba: buscar un pacto que evitara los tribunales. Pero, probablemente, ese concepto de paz social se halla en un nicho de ese cementerio de la libertad, que describía Kant, cuando una cultura o una religión se imponen despóticamente. En Cunit, reconoce la propia alcaldesa, hay un sector de la comunidad musulmana que, al parecer, alentaría el citado imán y el presidente de la comunidad islámica local -al que el fiscal le pide cuatro años de cárcel por actuar de modo parecido al del principal encartado- que no es permeable y que pretende regirse con sus propias leyes, es decir, con la religión como fuente de derecho para todos los musulmanes. Y por ahí no se puede pasar.

La sociedad debe dirimir sus diferencias de acuerdo con sus leyes democráticas, porque de esa dinámica no exenta de conflictos nace la única paz social concebible. Y para eso la única garantía de neutralidad -en el caso de las religiones- es el laicismo desde las instituciones comunes.

Por nuestra historia deberíamos ser especialmente sensibles a este asunto. Y es que 40 años de nacionalcatolicismo han dejado un legado lo suficientemente gravoso y lamentable como para no permitir ni justificar que se vulnere la legalidad en nombre de una religión por muy verdadera que sea. Es cierto que desde algunos púlpitos se lanzan exabruptos contra el matrimonio homosexual, el divorcio y el aborto. Pero para quien tenga algo de edad y de memoria, eso es prácticamente anecdótico comparado con el poder omnímodo que tuvo la Iglesia católica en todas las manifestaciones de la vida social durante el franquismo. La ley debe, por tanto, aplicarse con todo rigor y con especial énfasis a todos aquellos que atentan contra las libertades y la convivencia.

Sobre todo, porque, si cedemos, la paz duradera dejará paso a la paz de los cementerios.

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