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La libertad y Occidente

La excusa ha sido el cuarto aniversario del inicio de la guerra de Irak, aunque seguramente la razón de fondo era la necesidad -sentida por muchos- de contrarrestar la hegemonía callejera que la derecha ha conquistado a lo largo del último trienio. El caso es que, el pasado sábado, multitudes de sensibilidad izquierdista se movilizaron -principalmente en Madrid- detrás de consignas como Por la paz, no a la guerra, Aquí y allí, paz, Fuera todas las tropas. No a la ocupación de Irak y Palestina, etcétera. En Barcelona la convocatoria -con 8.000, 10.000 o 15.000 asistentes, lo mismo da- fue un palidísimo remedo de la gigantesca manifestación del 15 de febrero de 2003; pero, a pequeña escala, reprodujo las ambigüedades y los equívocos de aquella gran marcha: todo aquel que se enfrenta a los Estados Unidos del nefasto Bush merece automáticamente simpatía y apoyo, ya sea el Irán de Ahmadineyad (tan pacífico e inerme, el pobre...) o la guerrilla talibán afgana (tan progresista ella, y tan respetuosa con los derechos humanos, sobre todo los de la mujer...).

Dentro de la manifestación barcelonesa del sábado 16 de marzo, un personaje llamaba poderosamente la atención. Era casi una escultura humana, una joven vestida al modo de la neoyorquina Estatua de la Libertad, con su túnica y su corona de rayos, sosteniendo con las manos una especie de tablas o más bien un cartapacio en el que podía leerse, manuscrito: La libertat no es una propiedad de la democracia occidental.

Pasemos por alto el error ortográfico y vayamos al fondo del asunto, porque esa manifestante de artesanía y su mensaje espontáneo -no dictado por ninguna plataforma ni partido, quiero decir- se me antojan paradigmáticos del confuso buenismo y del candor tercermundista que han impregnado a la parte más sana y sincera del movimiento antibelicista catalán y español desde septiembre de 2001. No, claro que la libertad no es propiedad de Occidente en el sentido de que éste la posea de un modo exclusivo y excluyente. Pero el modelo de democracia parlamentaria forjado entre Europa occidental y Estados Unidos a lo largo de los últimos dos siglos y medio sí ha demostrado ser la única fórmula capaz de garantizar a las personas el ejercicio estable de sus derechos y libertades, de corregir los abusos del poder y de proteger a las minorías respetuosas con la ley.

¿Dónde, si no es en una democracia occidental, rige la libertad de prensa, y existe la separación de poderes, y las elecciones son de veras competitivas, y opciones políticas distintas pueden acceder sucesivamente al poder? ¿En Zimbabue, donde los líderes de la oposición son molidos a palos por la policía del dictador Mugabe? ¿En Venezuela, donde Chávez avanza a pasos agigantados hacia un régimen de partido único, donde los medios de comunicación críticos ven cancelada su licencia para emitir? ¿En Ecuador, donde careciendo de mayoría parlamentaria para aplicar su programa, el presidente Correa ha hecho destituir a más de la mitad de los diputados y azuza a las masas contra el Congreso díscolo? ¿En Egipto, donde los poderes de Mubarak son cada día más omnímodos y los preparativos para una sucesión dinástica a favor de su hijo Gamal cada vez más descarados?

Los que, el sábado, gritaban por la Via Laietana ¡No al ataque contra Irán!, ¿eran conscientes de que en cualquier ciudad iraní les sería imposible vocear la consigna ¡No al programa nuclear de Ahmadineyad!, por ejemplo, sin terminar apaleados y en el calabozo? Las barcelonesas de izquierdas que participaron en ese cortejo pacifista, ¿habían contemplado la foto que EL PAÍS publicó el pasado 5 de marzo, donde se veía a policías femeninas teheraníes, vestidas de negro de cabeza a pies, golpeando con largas porras a un puñado de compatriotas feministas que tenían la audacia de reclamar para la mujer iraní la igualdad de derechos con el hombre, y que acabaron detenidas?

Sucede, en efecto, que fuera de la democracia occidental hay violaciones brutales de los derechos humanos que ni siquiera tienen carácter político, que no cabe excusar en nombre de la seguridad nacional, ni frente al bloqueo o las amenazas norteamericanas. Por ejemplo, el trato a los homosexuales. Mientras en Occidente se discute sobre el matrimonio gay, incluso mientras en Polonia un Gobierno de extrema derecha planea medidas discriminatorias contra ese colectivo, son todavía ocho los países de mayoría musulmana que castigan con la muerte los actos homosexuales: Afganistán, Arabia Saudí, Irán, Mauritania, Pakistán, Sudán, Yemen y varios Estados del norte de Nigeria donde se aplica con rigor la sharia. En otros -lo recuerda un reciente informe de la organización española Colegas- la pena es de cadena perpetua o de muchos años de prisión, aderezada con torturas, humillaciones policiales y, a veces, castigos físicos en público, todo ello para combatir el "corrupto modo de vida occidental". Entre coche-bomba y coche-bomba, hasta la mitificada resistencia iraquí ha encontrado tiempo para asesinar a homosexuales, al amparo de una fatwa del gran ayatolá Alí al-Sistani.

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Recordar todos estos hechos y situaciones no supone caer en la autocomplacencia eurocéntrica, ni ejercer de palafrenero del emperador Bush, ni convertirse en adalid neoliberal o en belicoso propagandista neocon. Supone, sencillamente, afirmar sin complejos la superioridad moral de los valores democráticos occidentales y la inexistencia, a día de hoy, de un modelo alternativo que ofrezca resultados equiparables en términos de libertad ni en términos de bienestar. Dicho lo cual, opongámonos a la guerra y denostemos al trío de las Azores, sí, pero sin confundir el culo con las témporas, ni la solidaridad con el autoodio.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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