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ISLAS INVISIBLES | Escrituras

El lugar de la revelación

Rafael Argullol

Actualmente, en la de Patmos, pese a no ser de las islas griegas más devastadas por el turismo, es difícil escenificar, siquiera con la imaginación, el paisaje solitario y duro en el que San Juan escribió, según la tradición cristiana, el Apocalipsis. Todo es demasiado amable, y también demasiado domesticado, para que alguien conciba como inminente el final de los tiempos. Y sin embargo, no nos faltan las evocaciones que vinculan Patmos a uno de los libros más singulares que jamás se hayan escrito: la pintura europea retuvo muy pronto a Juan -supuestamente el viejo evangelista Juan- como a uno de sus héroes más apreciados. Hay una infinitud de cuadros dedicados al solitario de Patmos. Mi favorito es el pintado por Piero della Francesca, y que hoy forma parte de la Frick Collection, en Nueva York. Ese hombre vestido con la túnica de color rojo sangre parece, en efecto, cargar sobre sus espaldas una responsabilidad casi insoportable: haber puesto por escrito la visión de una humanidad terminal.

En nuestros días Patmos no parece el sitio más idóneo para haber recibido esta visión. Allí la vida es excesivamente alegre, suave, y el goce está a flor de piel. Con todo, no dudo de que hace 2.000 años pudo existir un Patmos, aislado con respecto a las más frecuentadas rutas de navegación, que fuera la isla adecuada para los planes del anciano evangelista, y que allí el dulce Juan que en plena juventud era "el discípulo más amado" de Jesús se convirtiera, gastado por la existencia, en el más despiadado de los profetas, aquel al que se le revelaría el fin del mundo.

De hecho, el lugar de la revelación es siempre difícil de reconocer, aunque en algunos casos la fantasía puede ayudarnos. En los espejismos sucesivos del mar Muerto, en Israel, se pueden adivinar las exaltaciones febriles de los antecesores de Juan. Elías, Isaías, Jeremías: los profetas bíblicos lanzándose en el gran salto al vacío de la revelación entre los azulados vahos de un mar sin vida y los deslumbramientos del desierto. Incluso algo del enfrentamiento más limítrofe de todos, el de Moisés con Yaveh, puede deducirse cuando uno se olvida de las delicias costeras del mar Rojo y se adentra en el monte Sinaí. En pleno Sinaí, cerrando los ojos, aún se puede ver una zarza ardiendo.

Lo que los europeos llamamos Oriente Próximo -una denominación hilarante para los nativos-, además de ser una de las zonas más conflictivas del mundo, es, sin duda por su densidad mítica, de las más propicias para imaginar los escenarios de la revelación. ¿Cuántas veces no se revelaron el ocaso final y la salvación definitiva en estas tierras áridas rebosantes de memoria? Si bien la actual Arabia Saudí, con su opulencia armada, es un territorio poco propenso para la mística, los caminos del desierto son capaces de trasladarte con cierta facilidad a la Arabia Felix de las grandes caravanas que comerciaban entre Siria y Yemen, con Medina y La Meca como puntos de referencia. Entre estas dos ciudades, hace 14 siglos, podemos dibujar la silueta del arcángel Gabriel dictando durante 20 años los versos del Corán a Mahoma, el último profeta. Un aura de misterio rodea los lugares donde se produjo la Revelación, o donde se nos dice que se produjo, aun para aquellos ajenos a las creencias religiosas.

Con todo, debo reconocer que el lugar de la revelación que más me intriga no tiene que ver con la religión, sino con la filosofía. Es un lugar que actualmente no podemos visitar porque no sabemos dónde está, ni nunca se ha sabido. El único que habría podido contar dónde estaba era Sócrates; pero, o bien este no se lo contó a su discípulo, o bien Platón, sabido el lugar, no quiso transmitírnoslo a nosotros. Lo cierto es que en esa maravillosa obra teatral que es El Banquete, el momento culminante, la intervención de Sócrates, viene precedida por un viraje inesperado que traslada al lector al horizonte de la revelación. Hasta este momento todo ha sido muy urbano y muy racional: un grupo de amigos se han reunido en casa del poeta Agatón para beber vino y discutir cordialmente sobre la naturaleza del amor. Algunas intervenciones, como las de Fedro y del médico, Eryxímaco, son solemnes y sesudas; otras, como la de Aristófanes, espléndidamente cómicas. Todas tienen en común el refinamiento en la argumentación.

Al tomar la palabra Sócrates para refutar los argumentos de sus compañeros de bebida, se produce un brusco cambio de escenario cuando advierte de que lo que va a decir no lo sabe por sí mismo sino por la revelación que le hizo una "extranjera", sacerdotisa de Mantinea, llamada Diótima. El efecto dramático es prodigioso si tenemos en cuenta que las páginas que vienen a continuación en El Banquete, con la explicación socrática de lo que es la Belleza en sí misma, son de las más esenciales en la obra platónica y de las más citadas en la historia de la filosofía occidental. Quien revela la verdad sobre el amor a Sócrates no es un hombre o dios griego sino una mujer, una extranjera, una bárbara, por tanto; y el padre del racionalismo sucumbe encantado ante la fuerza mistérica de una profetisa de la que no hay ninguna otra mención en la cultura griega, excepto el recuerdo que le dedica el propio Sócrates como la sacerdotisa que libró a Atenas durante 10 años de la peste.

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Siempre he creído que en el caso de Diótima y Sócrates el lugar de la revelación debió de ser nocturno, lunar: únicamente así podía brotar una de las páginas más luminosas de toda la literatura. Tal vez Sócrates hubiera contado dónde se produjo el encuentro pero, como se sabe, de pronto apareció Alcibíades completamente borracho. Y, tras horas de charla y vino, el estado de los contertulios tampoco debía de ser mucho mejor.

AMAT

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