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Los males de Francia

Todavía no ha terminado la competición electoral en Francia, faltan todavía las elecciones legislativas del próximo mes de junio y, no obstante, el partido parece ya sentenciado. Ha empezado la sarkozymanía. La noche electoral del pasado 6 de mayo encumbró al nuevo rey de Francia. La nación francesa está en crisis. Necesita un salvador, alguien que le devuelva la autoestima y el protagonismo perdido. La altísima participación electoral reflejó esta profunda crisis de identidad. Veo mal esta Francia tan vencida por el miedo y la desconfianza. Tan entregada a un líder nacionalista y populista que ha sabido anular a Le Pen y ahora se ofrece a socialistas despechados. No se anula a la ultraderecha sin asumir lo sustancial de su discurso político. A Sarkozy le sale todo bien, menos la abstención de Cécilia. Quiere representar la Francia total y, de paso, dar otro golpe de efecto contra los ya autoderrotados socialistas.

En España ya sabemos que cuando no hay ultraderecha es que el partido de la derecha se ha escorado hacia el extremo. En la Francia de Sarkozy puede suceder algo similar. El discurso de la victoria fue una gran representación teatral en contenido y forma. ¡Cómo habrá sucumbido Francia que necesita oír palabras como trabajo, disciplina, esfuerzo, seguridad, honor! Lo que ya provoca estupefacción es que sea un líder de la derecha gobernante, corresponsable de lo sucedido en los últimos años, quien se autoproclame protagonista del cambio que necesita Francia. No hay duda de que estamos ante un talento político de envergadura. Porque hay que tener algo más que cinismo para conseguir que la mayoría del electorado crea en alguien que, representando el pasado que se quiere borrar, se proponga como la persona adecuada para construir un mundo nuevo.

Francia no ha comprendido todavía a dos de sus grandes pensadores políticos: Montesquieu y Tocqueville. De ellos se podría decir que fueron franceses por nacimiento y anglosajones por elección intelectual. Su teoría política no encaja con el absolutismo de Estado, sino que intenta superarlo por la vía de la división, interdependencia y equilibrio de poderes. Montesquieu fue un autor de gran influencia sobre Hamilton y Madison; su república federativa, entendida como un Estado mayor formado por varios cuerpos políticos, está presente en el pensamiento de los autores de El Federalista. Por su parte, Tocqueville analizó y subrayó la continuidad centralista entre el absolutismo y el jacobinismo en El antiguo régimen y la revolución. El orden absoluto, aunque de contenidos antagónicos, forma parte de las luchas sociales y políticas de la Francia contemporánea. Y, ante todo, la nación francesa, única e indivisible. Los presidentes de la V República Francesa de 1958, fundada por Charles de Gaulle, han sido monarcas sin corona, incluido especialmente François Mitterrand. Es más republicana la Constitución española de 1978. A Francia se le puede aplicar la sentencia de Pi i Margall: "La república unitaria es una monarquía con gorro frigio".

¿El pueblo francés es realmente republicano? Creo que no, bonapartista puede que sí. El discurso político de Nicolas Sarkozy es autoritario y paternalista, arrogante y populista. Por ello, es sorprendente la reacción de algunos medios y dirigentes vinculados a la izquierda ante la figura política del nuevo presidente de la República. Sirva de ejemplo la opinión de Jacques Attali, ex consejero de François Mitterrand, en el número especial de L'Express dedicado a la elección presidencial: "De droite? Sûrement. Démocrate? Évidement". Podía haber ordenado, como mínimo, las respuestas al revés. Cuando todo el mundo es demócrata empieza a ser fundamental preguntarse qué es la democracia. El politólogo estadounidense Robert A. Dahl ya se preguntaba en 1985, en A preface to economic democracy, si había razón (un siglo después) en la preocupación de Tocqueville por la tensión libertad-igualdad y por el peligro que podía correr la primera frente el ascenso irreversible de la segunda. El propio Dahl contestaba que lo cierto es que había sucedido lo contrario: la libertad (económica) continuaba con buena salud, pero la desigualdad seguía siendo la asignatura pendiente de las democracias liberales. En los inicios del siglo XXI, las desigualdades han aumentado escandalosamente en el norte y en el sur. ¿Cuál es el precio de esta libertad para pocos? La desigualdad, la inseguridad y el miedo. La falta de libertad real y de democracia para muchos. Más de dos siglos después de la revolución de 1789, la libertad, la igualdad y la fraternidad continúan en el horizonte como objetivos proclamados pero no alcanzados.

Las sociedades en crisis piden orden y aclaman discursos simples que dan seguridad. Lo complicado en estos casos es promover un discurso republicano y socialmente solidario frente al superman que promete soluciones imposibles con mano dura y tentetieso. Las izquierdas siempre lo tendrán más difícil porque no van a las emociones, sino a la razón, aunque (como sugirió Jaume Sisa) un poco de "voladura" les vendría bien. Pero hay que reconocer que la izquierda francesa anda perdida y confusa a niveles nunca vistos con anterioridad. Demasiada mercadotecnia y pocas, poquísimas ideas claras. Y, una vez más, esta cultura política tan personalista, igualmente presente en los dirigentes de los múltiples partidos y partidillos de la izquierda dividida. Un ejemplo sonoro: a Dominique Strauss-Kahn le faltó tiempo en la noche electoral para hincar en la herida de la derrota socialista y postularse como la alternativa. Qué maleducado, como Kouchner, Vedrine o Allegre, ex ministros socialistas, que se han dejado tentar por Sarkozy para la formación del nuevo Gobierno. En política, la estética es incluso más importante que la ética. ¡Qué lejos está la Francia de Camus y de Sartre, con sus diferencias y su calidad! Ahora los franceses tienen a Glucksmann, un arrepentido de Mayo del 68: se dice de izquierdas y vota a Sarkozy, condena el genocidio de Chechenia y aplaude la invasión de Irak. De este modo es difícil no andar confundido.

La verdad, con todas nuestras limitaciones y errores, lo hacemos mejor en Cataluña que en Francia. Lo siento por Artur Mas. Tan bien que quedaba con Al Gore y, ahora, le ha cogido un ataque de sarkozymanía.

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Miquel Caminal es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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