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Columna
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El miedo del portero

Rafael Argullol

El miedo del portero en el área de penalti, más exactamente, es una magnífica narración que Peter Handke, escribió en 1970 y que releída ahora mantiene todo su vigor al presentar un protagonista, antiguo guardameta, que al perder su trabajo de montador se sume en un vértigo de desconcierto que le invalida para cualquier sentido de la realidad. Pero no quiero extenderme aquí sobre el relato de Handke, sino únicamente referirme a su título, que, en el momento de la publicación, suscitó bastantes comentarios puesto que no era habitual utilizar el fútbol como metáfora de la vida. Me temo que en la actualidad el autor austriaco se lo pensaría dos veces antes de poner aquel título, entonces original, dado que hoy día el fútbol parece ser visto como la única metáfora posible.

Resulta insoportable la progresiva futbolización de prácticamente todos los ámbitos de la vida social

O, al menos, eso es lo que podemos deducir de nuestra vida pública por boca de los representantes del pueblo, tan negados para la alusión filosófica, histórica o científica como bien dispuestos a demostrar su sabiduría futbolística. No sé si ustedes han observado que desde hace tiempo las discusiones parlamentarias -en las que nunca se asoman, un Ortega, un Platón, un Tocqeville o un Einstein- están repletas de "equipo titular", "banquillo de los suplentes", "alineaciones indebidas", "tácticas equivocadas", etcétera. Todo parece indicar que a medida que la cabeza se seca, el pie, es decir, el balompié, resplandece.

Ya he escrito en alguna ocasión que a mí me gusta el fútbol, el buen fútbol y a pequeñas dosis, pero me resulta insoportable la progresiva futbolización de prácticamente todos los ámbitos de la vida social. Es, como mínimo, arriesgado fiarse tanto de las virtudes de un juego, aunque se tratara de un juego practicado por mentes privilegiadas, que no es el caso. Con todo, lo más irritante es que inevitablemente se tiene la impresión de que se recurre a aquella simbología pedestre y populista por la más absoluta carencia en otros campos.

Los parlamentos hoy se asemejan más a una cancha que a otra cosa, con los parlamentarios convertidos en forofos y los cronistas políticos, en cronistas deportivos. A raíz de las últimas trifulcas, y en un alarde cultural, tres o cuatro diputados del Partido Popular criticaron la penosa montería que ya sabemos, no porque fuera siniestro que un ministro de Justicia y un juez emplearan su sentido de lo justo masacrando ciervos a mil euros al día, sino porque lo ocurrido era como si el entrenador de uno de los equipos que debían competir cenara con el árbitro la noche anterior al partido. Les respondió el gran Pepe Blanco, en otro alarde, diciéndoles que lo que les dolía es que les hubieran marcado un gol por la escuadra y, en consecuencia, iban por detrás en el marcador.

El uso viscoso de la metáfora futbolística se repite jornada tras jornada sin que los tribunos -empeñados en ser tribunos de la plebe y no representantes de la ciudadanía- muestren el menor pudor. Estamos acostumbrados. Y, no obstante, a veces el exceso llama un poco la atención. Así, por ejemplo, leyendo las páginas de información política del periódico, no las de deportes, del reciente 19 de febrero, uno podía tropezarse con vistosos análisis balompedísticos del mundo que nos rodea. Carod Rovira justificaba el anuncio de una nueva embajada catalana en Marruecos: "Si el Barça tiene política exterior, ¿por qué no la va a tener Cataluña?". Inapelable. Alejandro Agag, el inquietante yerno de Aznar, explicaba la presencia en ciertas reuniones de uno de sus amigos imputados en la trama de corrupción por el hecho de que el PP había formado un "equipo de promesas", también elocuentemente denominado "el banquillo del banquillo". Inapelable.

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Con todo, la noticia más hilarante de ese día correspondía de nuevo al ministro de Justicia, Fernández Bermejo, quien horas antes se había enzarzado futbolísticamente con Federico Trillo, en un cruce de bravuconadas que causan vergüenza ajena. No lo entendieron así los diputados socialistas presentes en el hemiciclo, quienes, tras otro desplante de Bermejo a la oposición y olvidando un instante el fútbol por la fiesta nacional, puestos en pie, jalearon al ministro con los educativos gritos de "¡torero, torero!". Más razón habrían tenido gritándole, con igual casticismo, "¡matador, matador!", pero no de toros sino de ciervos.

Naturalmente, todas esas demostraciones de finura oratoria suceden mientras los partidos políticos se acusan mutuamente de los desastres en la educación. Las escuelas deben cambiar. Sin duda, y profundamente. Pero ¿qué tal si cambiáramos también los parlamentos? Podríamos empezar prohibiendo las metáforas futbolísticas. Aunque quizá sería demasiado duro y una sensación de vacío invadiría las conciencias, que, desamparadas y sin poder recurrir a las razones del pie, experimentarían en su propia piel la soledad y el miedo del portero ante el penalti.

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