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La miopía española

La violencia de ETA ha acabado. Se dirá que ETA ha sido derrotada por las fuerzas del Estado, o que ha claudicado, o que ha sido consciente de haber perdido su apoyo social, o que ha entendido que la violencia no era útil para sus objetivos. Seguramente todos tendrán parte de razón... No es lo que me preocupa. Celebrémoslo profundamente y felicitémonos todos los que pensábamos que una banda armada era un tumor en nuestra democracia y debía desaparecer. Ahora hay que gestionar la convalecencia, que tiene dos niveles. Se les ha llamado, eufemísticamente, las consecuencias y las causas del conflicto. La primera corresponde a los Gobiernos, la justicia y la organización en extinción. La segunda es un problema para todos y a ella quiero referirme.

Me preocupa cómo se analiza el problema en el entorno judicial. Es el fin del terror, pero no es la hora de que todo siga igual

Lo diré muy claro: ¡se ha acabado la violencia de ETA, ahora viene el problema! La estructura actual del Estado vive unas tensiones que la hacen poco estable. Las principales provienen del País Vasco y de Cataluña, ya que ambas sociedades se encuentran incómodas con la situación actual. La violencia de ETA era una razón de peso y justificaba no plantear seriamente un diálogo sobre el "problema vasco". Sin ETA, seguramente el plan Ibarretxe se hubiera tramitado, no aceptado, pero sí discutido, como el Estatuto. El abandono de las armas obligará ahora a discutir el tema, evidentemente, no con ETA, pero sí entre las fuerzas democráticas vascas, incluidas las que estaban proscritas y las del resto del Estado. El final de ETA quita el tapón de la botella en la que estaba guardado el vino, y ahora habrá que beberlo.

Paradójicamente, en el caso catalán ha ocurrido lo mismo, pero por razones totalmente contrarias. Durante las últimas décadas del siglo, el "problema catalán", que nunca tuvo una dimensión violenta, estaba aparentemente encauzado, pues, aunque insuficientes, se iban produciendo progresos hacia su solución. El gradualismo de la CiU de Pujol, el carácter preponderantemente catalanista del PSC y la actitud positiva, aunque reticente, de los Gobiernos de Suárez y de González (incluso el primer Gobierno de Aznar, apoyado por CiU) permitían pensar que la botella catalana se iría llenando poco a poco, y la mayor parte de la sociedad catalana estaba instalada en esta creencia. Esta situación se truncó brutalmente a final de siglo, y después de unos años de revuelo y crispación, el PP con su recurso y el Tribunal Constitucional con su sentencia pusieron un rígido tapón a la botella.

La desaparición de ETA y el proceso que culmina en la sentencia del Tribunal Constitucional ponen sobre la mesa un debate, democrático pero políticamente duro, sobre la reforma del Estado. Hay que debatir las aspiraciones políticas de los vascos y las económicas y políticas de los catalanes. Y el debate se plantea en un contexto en el que este proceso ha producido un aumento del abertzalismo en Euskadi y del independentismo en Cataluña.

En la derrota de ETA hay un cierto reconocimiento de la realidad. Esta derrota no debe reforzar posturas cerradas. Al contrario, debería ayudar a corregir la miopía española, porque esta actitud de políticos, jueces y medios de comunicación madrileños es la que más ha contribuido a este incremento de posiciones radicales, aunque pacíficas, en ambos territorios. Es lícito que existan, pero un enfrentamiento entre independentistas por una parte y españolistas unitarios por otra será muy difícil de conducir a un buen puerto.

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El PP representa la parte más cerrada de la derecha española, pero también a una derecha mucho más numerosa, civilizada y dialogante. El PSOE tiene una base mayoritaria federal, dispuesta a considerar la España real, que es la España plural, aunque también haya reductos recalcitrantes. Con relación al problema catalán, estas dos partes mayoritarias de estos dos partidos deben establecer un diálogo con las fuerzas políticas catalanas, agrupadas alrededor de un núcleo formado por la componente no independentista de CiU y la amplia mayoría catalanista y federalista del PSC. Conozco las dificultades. Creo que la aceptación de este proceso será mucho más fácil en Cataluña que en España. Por ello, me preocupa la miopía con la que se analiza el problema en los entornos judicial y mediático, ámbitos sobre los que los votos de los ciudadanos no pueden influir de ninguna forma.

Es el fin del terror, es la hora de la democracia, pero no es la hora de que todo siga igual.

Joan Majó es ingeniero y exministro.

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