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Columna
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Contra el pesimismo social

Joan Subirats

Vivimos en una curiosa paradoja. En nuestra sociedad tenemos, por un lado, la sensación de disponer de más recursos que nunca, pero al mismo tiempo no parecemos muy contentos con lo que tenemos. Hace un tiempo apareció un libro de Gregg Easterbrook, editor de revistas norteamericanas serias como The New Republic o Atlantic Monthly e investigador de Brookins Institution (el conocido think tank del partido demócrata), que tenía el sugestivo título de The progress paradox. En el libro, Easterbrook argumentaba por qué a pesar de que la vida parece ir mejor, la gente cada vez se siente peor. El mundo occidental ha vivido, como mínimo en el último siglo, con una idea que asimilaba el futuro con expectativas crecientes de progreso y bienestar. Cada generación esperaba alcanzar más que la precedente. Y esa perspectiva incrementalista se ha truncado más o menos de golpe, cuando nos hemos dado cuenta de que las bases de ese progreso ininterrumpido eran poco sólidas, cuando el resto del mundo ha empezado a moverse y mostrar su desacuerdo en ser los eternos perdedores del gran intercambio desigual, y cuando todas las costuras del viejo traje industrialista han empezado a ceder. Empiezan entonces los miedos, las inseguridades, las ansiedades de todo tipo.

Este cambio de perspectiva puede estar más o menos fundamentado, pero lo cierto es que la gran oleada renovadora de la mundialización ha alimentado y alimenta una perspectiva muy pesimista sobre nuestro futuro inmediato. Desde posiciones de izquierda, se había defendido que si bien el rumbo era el adecuado, lo preocupante era la distribución de pérdidas y beneficios, de costes y plusvalías. Ahora nos damos cuenta de que ni el rumbo era el adecuado, ni tampoco la solución de cambiar de dirección la nave acaba sirviendo de mucho. La época en la que vivimos exige un replanteamiento general del rumbo, de la nave y de la forma de entender la vida de cada uno de los tripulantes. Vamos viendo que no es sólo cuestión de quién gobierna el Estado, ni tampoco se trata sólo de redistribuir la riqueza en el contexto de cada país. No hay cambio duradero y consistente de política, sin cambio en la propia forma de encarar la vida y las relaciones personales de cada cual. No hay defensa posible ante el cambio climático sin cambio en la gestión diaria de nuestra movilidad o de nuestro consumo. No hay posibilidad alguna de avanzar en procesos de cambio global sin modificar asimismo nuestra propia subjetividad, nuestra forma de entender las relaciones sociales y afectivas.

Somos cada vez más buenos en elaborar diagnósticos potentes sobre los males que se derivan de la tremenda individualización en la que estamos inmersos, sobre la destrucción de las formas tradicionales de trabajo y la precarización vital, o sobre la creciente dimensión especulativa del capitalismo financiero, pero nos cuesta un montón saber qué proponer a cambio, sin caer en inútiles ejercicios de añoranza. Y todo ello acaba arrojando una gran sombra de pesimismo y de melancolía sobre la realidad presente. Estos días, personas como el brasileño Marcos Arruda, en el local de Gràcia La Torna, o el vasco Alfonso Vázquez, en la clausura de un curso de cooperativismo, me han enseñado que debemos avanzar simultáneamente en denunciar lo que no nos gusta de lo que nos rodea, resistiendo por tanto esa visión unidimensional que lo fía todo a la competencia y a la mercantilización vital, pero que al mismo tiempo hemos de ser capaces de incidir en las instituciones para que modifiquen o reformen sus políticas. Y todo ello sin perder la capacidad de construir lo nuevo, de avanzar en ejemplos concretos de formas alternativas de vivir, convivir y progresar. Resistir, incidir o disentir no tienen por qué ser expresiones antitéticas, sino complementarias.

Sin duda, cualquier persona, grupo o movimiento social que quiera sobrevivir en el entramado político-institucional deberá aceptar todas o una parte de las contradicciones que implica actuar como sujeto u organización transformadora en el seno de unas instituciones que representan en buena parte la vieja forma de hacer política. No por eso tendremos que dejar de ser resistentes o rebeldes, manifestando siempre que haga falta nuestro desacuerdo con maneras equivocadas y retrógradas de hacer las cosas. E ir construyendo así formas de disidencia, de alternativa programática y operativa a los valores y actitudes dominantes. El problema no es sólo desafiar la política convencional. Hace falta generar y sostener espacios de autonomía, de construcción espiritual y material, subjetiva y colectiva de vías y procesos de cambio; sin temor a defender la legitimidad de formas plurales de vida y de convivencia, por mucho que se alejen de aquello visto como convencional por la mayoría de la sociedad. Es probable que, muchas veces, sea más evidente o noticiable la resistencia que la proposición coherente, pero ello no tendrá que ser visto como una debilidad. Los gobiernos, los parlamentos y los partidos políticos han actuado y actúan de manera dispersa, y tampoco tienen una vida cómoda, tratando de explicar sus grietas, contradicciones y sinsentidos. Mientras tanto, la economía global y sus actores superan sin demasiados problemas fronteras, legislaciones y muchos límites sociales o fiscales en sus aventuras. Los ejemplos locales, los movimientos de resistencia y de alternativa que han ido surgiendo, con nuevas formas de expresar el conflicto, y situados muchas veces lejos de las respuestas institucionales-convencionales pueden ir contribuyendo a un proceso de revisión radical del funcionamiento de los partidos y de las estructuras de poder. Es evidente que muchas veces todo ello puede parecer todavía huidizo, incipiente, disperso y muchas veces aislado, pero nos equivocaremos si pensamos que sin una alternativa global, sistémica y perfectamente coherente no nos debemos ni molestar en cuestionar lo existente. Seguramente ha pasado el momento de la gran luz transformadora, de la ideología sistemática que nos indique cómo transformar el mundo que no nos gusta. No perdamos el tiempo y vayamos avanzando, aunque sea a trompicones, en formas distintas de entender la vida. No caigamos en el pesimismo paralizante ni en el heroísmo radical. Denunciemos, pero cambiemos.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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