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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El pinacate

Jordi Soler

El pinacate es un "insecto áptero, de color negruzco, que vive en lugares húmedos". Esto según la edición latinoamericana de El Pequeño Larousse Ilustrado que utilizo cada vez que alguna palabra rebasa el ámbito lingüístico peninsular. Áptero, que es un término que rebasa casi cualquier ámbito lingüístico, quiere decir que carece de alas, como nosotros mismos, que en eso de volar somos tan sosos como el ápterix, esa ave neozelandesa que posee unos rudimentos de alas que le sirven para abanicarse, espantarse una mosca o saludar de lejos a sus congéneres, y poca cosa más, nada que ver Astérix, su primo fonético, que después de un cucharón de la pócima mágica da unos saltos por los aires que se parecen al vuelo y que lo alejan de su condición de héroe áptero.

Alguna lealtad nos debíamos el pinacate y yo tras cruzar el océano Atlántico y la jungla de Barajas

Pues resulta que hace unos días vacacionaba en un pueblo mexicano lleno de pinacates, esos bichos que, con el ánimo de ampliar la información, son arañas con el cuerpo del tamaño de un punto, seis patas desproporcionadamente largas y la virtud de la valentía pues, a diferencia de la mayoría de los bichos, no se espantan ni salen corriendo cuando se les acerca una persona; al contrario, son criaturas confianzudas que sestean en tu rodilla o antebrazo cuando estás leyendo en el retrete, o que a media noche se acurrucan en la cuenca del ojo de un individuo dormido. Así son los pinacates y explico los detalles de su conducta para que más adelante se entienda cómo es que uno de estos ápteros de pueblo mexicano vagabundea y probablemente se reproduce por las calles de Barcelona. Como estoy más cerca del ápterix que de Astérix, tuve que subirme a un avión para cruzar el océano Atlántico en 12 horas eternas, que terminan siendo un viaje de 15 o 16, porque, como ustedes saben muy bien, para salir de Barcelona rumbo a América es necesario volar primero a Londres, o a París, o a Amsterdam, o incluso a Francfort, o ya en un caso muy extremo al desastroso Barajas, ese aeropuerto que es un agujero negro por donde se pierden maletas y pasajeros. La verdad es que no se entiende por qué no se puede volar a la ciudad de México directamente desde Barcelona, El Prat tiene dimensiones internacionales, y aun cuando no las tuviera, nunca podría funcionar tan mal como lo hace hoy Barajas. Pero estábamos en el tema de los pinacates, esos bichos valerosos y confianzudos con los que conviví durante la Semana Santa, con tal intensidad que cuando venía cruzando el mar de regreso, sentado en mi espacioso asiento de Boeing 777, vi que por uno de los bolsillos de mi chaqueta se asomaba un ejemplar, con mucha cautela y algo de desconcierto porque el entorno de la cabina del avión le resultaba desconocido y quizá hostil. El pinacate se asomó brevemente y un instante después regresó al fondo del bolsillo, al rincón oscuro donde debía sentirse más cómodo, y ahí durmió una siesta de nueve horas mientras yo leía un libro de Ivo Andric y veía dos películas, La joya de la familia, que es bastante mala y está protagonizada por la rubia de Sexo en Nueva York, y la historia del cantante Johnny Cash, que tampoco está muy bien, pero tiene una gran banda sonora. En el televisor que tienen los asientos de la clase turista del cómodo Boeing 777, hay un canal que le enseña al pasajero una imagen del avión visto desde arriba, desde la altura de un satélite, y el punto de la ruta en que se encuentra; se trata de una imagen vertiginosa aderezada con datos tales como los kilómetros que se han recorrido y los que faltan, la hora estimada de llegada y la temperatura en el exterior. Cuando íbamos pasando sobre Nueva York (la tierra de esa rubia estelar) miré en el mapa nuestra posición e hice un acercamiento hacia la nave, una, tres, cinco veces, hasta que llegué al fuselaje y luego moví un poco la cámara del satélite para verme a mí mismo por la ventanilla, en la desasosegante actividad de estarme viendo a mí mismo por la ventanilla. Una enloquecida visión, un juego de espejos del que ahora, mientras escribo estas líneas, dudo.

Cuando el Boeing tocó tierra volvió a asomarse el pinacate y ahí permaneció, con la cabeza y dos patas al aire como si fuera un muchacho en un balcón, mientras yo recorría a zancadas la inconcebible distancia que hay que caminar en Barajas para hacer la conexión con otro vuelo. Cuando por fin despegábamos rumbo a Barcelona, el bicho se desinhibió y salió a estirar las patas con cautela, caminó un poco por mi antebrazo y husmeó la bolsita de cacahuetes que me habían dado como premio por comprarle a la aerolínea la cerveza más cara y más caldeada de España. Lo normal cuando se tiene un bicho encima es desterrarlo del cuerpo mediante una sacudida, pero a mí me parecía que después de cruzar juntos el océano Atlántico y de sobrevivir a la jungla de Barajas, alguna lealtad nos debíamos el pinacate y yo. En cuanto aterrizamos salí del aeropuerto y cogí un taxi rumbo a casa y al llegar, mientras pagaba lo que debía, el pinacate brincó fuera del bolsillo y se alejó corriendo por la calle de Muntaner, dispuesto a hacer de Barcelona una ciudad más mestiza todavía.

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