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'Es polígon' de Maó

La frecuente discusión sobre el futuro -deseable o amenazante- de nuestras ciudades suele plantearse desde puntos de vista tan dispersos que acaba perdiéndose en generalidades vagas escasamente comprometidas. Desde cualquier bando se afirman términos como humanización, cohesión social, identidad, legibilidad, etcétera, que, según el significado que se les atribuya, sirven para vaticinar o para proponer futuros urbanos bastante distintos y, a menudo, contradictorios. Pero hay algunos términos más específicos y menos abstractos que cuando aparecen ya implican la referencia a un modelo de ciudad de manera más precisa y programática. Por ejemplo, la defensa de la compacidad formal y de la superposición de funciones y contenidos. Estas dos condiciones no son tan abstractas y se presentan como la base del legado histórico de la ciudad europea y uno de los puntos de partida teóricos para los que todavía creemos en la supervivencia de sus valores sociales y culturales: los que -ya un poco desengañados ante el cúmulo de desastres irreparables de los últimos 50 años- quisiéramos que la ciudad creciera y se implantara sin suburbios ni periferias (es decir, con continuidad y compacidad formal en cierta manera homogénea e igualitaria) y también sin guetos monofuncionales de cualquier especie (es decir, con una equilibrada superposición de funciones, usos y capas sociales, y contenidos asimismo igualitarios). Hay que reconocer que defender estos dos principios es cada vez más difícil o, por lo menos, más desalentador porque la bárbara realidad de nuestras ciudades neoliberales al son del llamado mercado libre sigue impávidamente por caminos opuestos: suburbios diseminados sobre el paisaje rural, concentración comercial en una periferia no proyectada, vacíos urbanos sin significación, guetos sociales y funcionales. Y lo peor es que la mayoría de políticos, geógrafos, sociólogos y urbanistas parecen ya conformados con ello y buscan incluso justificaciones teóricas para la ciudad diseminada, para las áreas metropolitanas virtuales, incluso para las monstruosas concentraciones comerciales en los límites urbanos que actúan como nuevos núcleos anárquicos y como nuevos factores de desertización de los viejos centros.

El suburbio es un monstruo en el que cada pieza no participa en la composición del conjunto urbano

Pero los males van en aumento. Después de más de medio siglo de ocupación desordenada -y especulativa- de terrenos no urbanizables ha aparecido un nuevo monstruo que es el suburbio que usurpa funciones centrales, es decir, áreas que no tienen ningún valor ni ofrecen ningún servicio urbano, pero que acaban absorbiendo todas las funciones no residenciales -o, por lo menos, las de atracción más cotidiana- y convirtiéndose en un gueto de la compraventa. Este nuevo monstruo se suele llamar polígono industrial, un nombre que da grima, con dos palabras esencialmente antiurbanas. Llamar polígono a un trozo de ciudad y conferirle exclusivamente la función industrial son dos errores y, además, dos mentiras. La mayoría de ciudades medianas de Cataluña presumen hoy de su polígono industrial, al que se han desplazado las actividades más potentes, apoyadas por la insana promiscuidad de los nuevos aparcamientos: L'Empordà, el Camp de Tarragona, el Vallès, las comarcas leridanas, etcétera. Cada ciudad tiene su polígono con unos espacios públicos deleznables -calles-carretera y carreteras-calle- y con una arquitectura contrahecha con la pobreza ambiental de lo que se considera industrial sin serlo. Una suma de desperdicios suburbiales sin ningún signo de identificación urbana en los que se acumulan media docena de centros comerciales y supermercados, muchas exhibiciones apabullantes de venta de muebles y automóviles, ferreterías y droguerías, clubes de alterne, oficinas de correos, fábricas de bibelots, restaurantes vergonzantes y agencias inmobiliarias. Es decir, todas las funciones que corresponden al centro de la ciudad pero en un lugar sin estructura urbana. Un no lugar abominable.

Este verano he vivido un par de semanas en una de las ciudades más afectadas negativamente por su polígono: Maó. Es polígon, como lo llaman, es casi la única referencia comercial de la ciudad y es el peor paisaje y la peor condición para la convivencia y la cultura. Los viejos suburbios y las viejas periferias eran horribles pero, por lo menos, se organizaban en la prolongación de las calles existentes, en las rudimentarias plazas de los cruces viales y en la pervivencia de algunas identidades históricas. Pero ahora el suburbio-monstruo, es polígon, está inhumanamente desconectado, sin referencias urbanas, sin ninguna posibilidad de que algún día se integre a la continuidad urbana y a sus significaciones. Los grandes edificios prefabricados de planta baja con estructuras de urgencia y materiales dispuestos a soportar grandes rótulos de propaganda desvirtúan cualquier referencia civilizada. Lo que en la periferia tradicional podía incluso aceptarse como gesto pintoresco en el que se mezclaban desconcertadamente funciones diversas, incluso las residenciales -por más residuales que fueran-, ahora es un desierto de asfalto con árboles agonizantes y aceras resquebrajadas, sin ni siquiera un signo de urbanidad. El suburbio ha pasado a ser un monstruo frankensteniano en el que cada pieza comercial autónoma, insolidaria, no logra participar en la composición de un conjunto urbano. El suburbio ha vencido, convirtiéndose en un monstruo.

Oriol Bohigas es arquitecto

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