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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El primer rascacielos de Barcelona

Ignoro cuál es el criterio para diferenciar entre un rascacielos y un edificio muy alto, pero lo hay. O al menos eso debieron pensar los constructores que -en el fatídico año de 1936- decidieron levantar el primer coloso de la ciudad, como insigne compañero de sus hermanos mayores de Nueva York y Chicago. Eran tiempos de modernidad a rabiar y se tenía que epatar a las únicas torres del país -el Palacio de la Prensa y la Telefónica, ambas en la Gran Vía madrileña- que, con sus 14 plantas de altura, eran los buques insignia del desarrollo nacional. Pero, con las obras recién iniciadas, llega la guerra y el solar sigue vacío. Su creador -Luis Gutiérrez Soto- está muy lejos de Barcelona. Tan lejos que, al terminar el conflicto, se convierte en uno de los arquitectos favoritos de Franco, que le encargará las sedes del Ministerio del Aire y del Alto Estado Mayor. Pero Gutiérrez Soto no ha abandonado su proyecto. En un hueco de su agenda, regresa a la Ciudad Condal y termina el Edificio Fábregas. Situado en la plaza de Urquinaona, en la confluencia de las calles de Jonqueres y Trafalgar. Aunque los vecinos más antiguos aún lo conocen como el Abelux, por la tienda de lámparas que todavía existe en sus bajos. Seguro que lo han visto miles de veces. Se trata de un edificio de 15 plantas, de color rosáceo y a cuyas fachadas se asoma una miríada de ventanas cuadradas y uniformes, en perfecta formación. Visto de frente, recuerda vagamente a un castillo de cuento con moraleja, o a un trasatlántico que se acerca hacia el espectador a toda máquina.

Aunque hoy su monumentalidad ha quedado progresivamente reducida, en sus años mozos debió ser una construcción imponente. Tan imponente que se consideró uno de los logros arquitectónicos de la primera posguerra, lo cual celebró con júbilo la prensa del Movimiento. Y eso que el año de su inauguración -1944- los barceloneses tenían bien pocas cosas que celebrar. El piojo verde causaba estragos, el Barça había acabado sexto en la Liga y en el Camp de la Bota se fusilaba a los seis atracadores de la fábrica de cerveza Moritz. Mientras tanto, Hitler nos regalaba al elefante Perla para el zoológico y el ejército español terminaba con los últimos guerrilleros que habían ocupado el valle de Aran. Lejos quedaba la época en que la plaza se llamaba de Ferrer i Guàrdia. Ahora llevaba el nombre del obispo Urquinaona, conocido por ser quien puso la primera piedra de la Sagrada Familia, y por ser uno de los principales enemigos del gran pedagogo catalán.

El flamante Edificio Fábregas reinó en solitario sobre una plaza, conocida durante las dos primeras décadas de la dictadura por los baños públicos adosados a los famosos urinarios que había mandado instalar Primo de Rivera en su subsuelo. Desde su privilegiada posición, vio cómo el lugar se convertía en punto de reunión para mendigos y peones eventuales, a los que cada mañana venían a buscar los capataces de las obras para decidir quién subía y quién no al camión. No fue hasta finales de los años sesenta, con la tolerancia en cuestión de alturas del alcalde Porcioles, que le salió competencia. Y frente a él se levantó la Torre Urquinaona, de 21 plantas y obra de los arquitectos Josep Puig y Antoni Bonet, éste último recién llegado de su largo exilio. Desde entonces, el lugar ha cambiado mucho. Ya no existen los baños, aunque sigue con su atmósfera de plaza inhabitada y triste. Y en un rincón, convertido en un edificio más, ante la indiferencia de los transeúntes, el primer rascacielos que tuvo Barcelona sigue soñando con desafiar a Manhattan.

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