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Columna
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¿A quién le importan las veguerías?

Hace un par de años, el Centro de Estudios de Opinión (CEO) de la Generalitat encargó una encuesta que, entre otros asuntos, preguntaba a los catalanes si sabían qué era una veguería. Casi la mitad de los consultados, con el corazón en la mano, confesaron que no tenían ni la más remota idea. Si los sumamos a quienes por prurito fingieron saberlo, y también a aquéllos a los que les sonaba el concepto pero no les suscitaba el menor interés, concluiremos, con un margen de error similar al de cualquier sondeo, que a una inmensa mayoría de los ciudadanos el debate abierto en el tripartito a cuenta de las dichosas veguerías no les da ni frío, ni calor.

A riesgo de aburrir al lector, introduciremos aquí una breve acotación histórica, más que nada para saber de qué estamos hablando. Resulta que allá por el siglo XII la monarquía catalana fue instaurando en el Principado un aparato administrativo centralizado con vistas a limitar el poder de los señores feudales. Bajo el nombre de veguerías, una herencia carolingia, llegó a haber decenas de demarcaciones territoriales distintas, reemplazadas seis siglos más tarde, por mor del Decreto de Nueva Planta, por los corregimientos borbónicos. El siglo pasado, en plena Guerra Civil, el presidente Lluís Companys resucitó sin gran entusiasmo esta nomenclatura, que el victorioso bando nacional enterró de nuevo. Y en 2005 los venerables padres del Estatuto procedieron a una nueva exhumación de las veguerías, esta vez concebidas como antítesis de una distribución provincial siempre anatematizada en Cataluña como vestigio franquista, pese a que, en su decimonónico y afrancesado origen, halló inspiración en el igualitarismo de la vecina república.

Con medio millón de parados, el déficit por las nubes y el Estatuto en el aire, el tripartito se enreda de nuevo en un debate estéril

En rigor, sustituir las cuatro provincias catalanas por media docena de veguerías era un viejo sueño nacionalista, cuyo verdadero propósito fue siempre desmantelar las diputaciones en general y la de Barcelona en particular, sempiterno feudo socialista. El PSC, aunque receloso, aceptó en aras del consenso que el Estatuto recogiera esta nueva división territorial, pero llegada la hora de ejecutarla, su frente municipalista se ha levantado en armas. Asistimos, pues, a una nueva batalla de poder entre los socios del Gobierno: por un lado Esquerra, que, con el consejero Jordi Ausàs a la cabeza, no quiere desaprovechar esta baza para granjearse simpatías en el territorio en detrimento de CiU; por el otro los socialistas, quienes invocan criterios de eficacia a fin de preservar instrumentos tan potentes como las diputaciones de Barcelona y Lleida, mientras suspiran por erguir en el señorío barcelonés una fortaleza inexpugnable en forma de gobierno metropolitano.

La pregunta que encabeza esta reflexión halla por fin cumplida respuesta: sólo a nuestros políticos les importan las veguerías, y no a todos por igual.

En el orden práctico, esta reforma legal toparía con numerosos escollos. Primero, la división provincial está consagrada en la Constitución, de modo que en las leyes españolas nuestras siete veguerías seguirían catalogadas como provincias. Segundo, alterar los lindes provinciales requería aprobar una ley orgánica en las Cortes, fuente segura de conflictos a causa de los agravios comparativos en otras autonomías. Tercero, el espacio provincial es al tiempo la circunscripción electoral, de tal manera que las nuevas divisorias alterarían la representatividad de cada territorio. Quinto, constituir los siete nuevos consejos de veguería comportaría una elevada inversión en edificios, equipamientos y funcionarios, salvo que un número indeterminado de empleados de la Diputación de Barcelona, por ejemplo, se avinieran a viajar a diario hasta Manresa sin compensación alguna. Y sexto, por dejarlo aquí, ya han empezado las disputas entre ciudades por erigirse en capital de veguería, y también las quejas de territorios como el Penedès y Val d'Aran, privados de demarcación propia.

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En vísperas electorales, con medio millón de parados, un abultado déficit y el Estatuto camino del desguace constitucional, el tripartito abre otro estéril debate que presagia más ruido que nueces. Se repite la historia: si en la conducción de un gobierno uno lleva el volante, otro maneja la palanca de cambios y un tercero pisa los pedales, lo más probable es que el coche acabe acelerando en punto muerto.

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