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Tribuna
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Lo real y la ensaimada

Los museos y los auditorios figuran entre las instituciones culturales con más pedigrí mediático en la España de hoy. Unos y otros están floreciendo como hongos en toda la geografía peninsular en las dos últimas décadas, de modo que no hay capital de provincia que pueda vivir sin museo de arte contemporáneo ni poder municipal o autonómico que se precie sin nuevo auditorio o palacio de congresos. Fiebre megalómana de equipamiento cultural que se encarga a los grandes arquitectos estrella -de los activistas de la high tech, Rogers, Foster, Meier, Nouvel o Gehry a los ilustres españoles Calatrava, Moneo o Mangado- como en otro tiempo se hiciera con las catedrales. Las deslumbrantes imágenes del hierro y el acero en correspondencia con la dureza del hormigón producen escenografías voluminosas y unos efectos de ligereza que rejuvenecen zonas oscuras y laberintos vetustos. Nuevos templos de luz para cuidar las formas de las áreas urbanas y para curarnos de la sempiterna mala educación. En esto consiste la "cultur-terapia" a que hacía referencia Vicente Verdú desde las páginas del dominical como una manera municipal y distinguida de plastificar los palacios del arte y la música. Crecimiento de equipos loable en muchos casos, pero que en general tiene más de rutinaria huida hacia adelante para incentivar la industria turística y el shopping que de pintoresca revolución cultural, sea cual fuere el signo político de la institución que las prodiga.

Decía Andreas Huysen que el derecho a la fama de cualquier gran metrópoli depende del atractivo de sus museos, pero una cosa es hablar de Berlín, Nueva York, Barcelona incluso, y otra de Cádiz o Teruel, si no queremos mezclar las habas con las lentejas, el democratismo con el provincianismo cultural. Ni hay suficiente presupuesto para levantar estas megalópolis, ni contenidos para llenar los contenedores, ni demanda social para alimentar estos continentes, pero da lo mismo. Antes que su viabilidad sostenida, importa su encerada ingeniería, su musculatura industrial, su condición de apeadero cultural para el turismo de masas (que visita el cascarón sin descender del autocar o penetra en el templo con el cuerpo acelerado para hacerlo invisible). Y desde luego, el lustre político. Como si un político careciera de placa si no creara algún tipo de edificio cristalino y no pudiera inaugurarlo con pompas institucionales y grandes acontecimientos mediáticos. Debe de ser que en este país la baja calidad de los políticos necesita atemperarse con la puesta a punto de planetarios aptos para iluminar el bastimento exterior dejando el interior en la penumbra.

No soy partidario del museo como tanatorio de obras que de vez en cuando precisan embalsamientos y resurrecciones. Ni el museo contemporáneo ni el auditorio pueden atrincherarse en el clientelismo y el autoritarismo cultural, antes bien demandan su condición de instituciones abiertas a la circulación de propuestas, ideas y reflexiones sobre las prácticas artísticas en su sentido más amplio. Pero una cosa es la museomanía y otra el centro cívico o la bombonera ferial. Una cosa es el auditorio para que la filarmónica local tenga su espacio garantizado, amén de visitas diezmadas del extranjero, y otra el centro polivalente para mítines políticos y festejos municipales. Salvo que la cultura tenga que ver cada vez más con el turismo y el espectáculo, los servicios de hostelería y la alfombra mágica.

Tal es la conjunción de los responsables de un museo de nueva planta inaugurado con todo lujo de detalles en Palma de Mallorca, el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo Es Baluard, que Televisión Española se encargó de transmitir con una fastuosa gala en prime time. Mientras unos diminutos anuncios en prensa detallaban las primeras exposiciones dedicadas a Rebecca Horn y la cerámica de Picasso, un par de presentadores mutantes llamados Bertin Osborne y Carmen Maura presentaban el espacio arquitectónico con un show musical titulado Por amor al arte. Los números musicales se repartían buenamente entre la camada de OT, Chenoa, mallorquina a la sazón, con su Devórame y hazme el amor otra vez y Manu Tenorio y su Que será, será y la tribu de Miami capitaneada por Julio Iglesias y su último Divorcio, la mexicana Daria y el trío Miami Sound Machine. Fragmentos pedestres de El Tricicle con los cuadros abstractos y la cerámica mallorquina punteaban el espectáculo, amén de los anuncios del BMW con sus sobreimpresiones vidiotas, el Citroën Picasso y el Puleva Calcio aportando bienestar. De vez en cuando, los chistes del chico de los jamones Navidul y los muebles Moblerone y la actriz almodovariana en declive buscaban desengrasar tanto arte moderno con la cháchara sobre la ensaimada de cabello de ángel (menos pringosa que la de nata) o las relaciones siempre amigas entre el arte, el mar y la ciudad de Mallorca con visitantes ilustres como Georges Sand y Sergio Dalma, Borges y Ana Obregón. Un bochorno inenarrable.

Los gestores y patrones del PP, cuya sensibilidad artística suele bajar de la cabeza a la entrepierna, están en su perfecto derecho de convertir un museo moderno en un parque de atracciones, en un espectáculo híbrido que haría sonrojar a los mismos directivos de la factoria Disney. Pero este tipo de cruce del hermetismo con el populismo, esa venta de lo contemporáneo a través de la pirotecnia más cutre y trivial debería ser competencia de un juzgado de guardia con elevadas penas de escolarización para todos los payasos en retirada. Salvo que los dos presentadores en permanente estado psicomotriz quisieran relacionar el minimalismo con la basura, y a modo de fieles representantes de Baudrillard en la isla quisieran decirnos que el museo, como la televisión, son dos maquinarias de simulación que contribuyen a la agonía de lo real. Sólo en el caso de esta sabiduría nietzcheniana en su variante posmoderna, en este acto de sabotaje se les podría aceptar como héroes y personas reales y no como replicantes en medio de un ritual excrementicio.

Domènec Font es profesor de Comunicación Audiovisual de la UPF.

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