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Una 'sanjurjada' virtual

Aquella vez, la discusión del Estatuto había comenzado el 6 de mayo de 1932 en unas Cortes donde la oposición al proyecto de ley se mostró virulenta, sin ahorrar maniobras obstruccionistas ni alardes demagógicos. Mientras, en la prensa y en la calle, los lúgubres presagios sobre la desintegración de España alternaban con las apelaciones al boicoteo anticatalán; elementos ultras agredían en Madrid a un parlamentario de Esquerra, y los más peligrosos enemigos de la democracia republicana se sentían espoleados por tal atmósfera. Aquel 5 de julio, Manuel Azaña -presidente del Gobierno y ministro de la Guerra- anotaba en su diario: "En la desaforada campaña que se hace contra el Estatuto hallan (los oficiales golpistas) apoyo, estímulo y ambiente para sus fines... La posición que han tomado algunos políticos es, consciente o inconscientemente, inductora de rebelión, porque los militares desafectos, que no se atrevían a chistar invocando tan sólo sus intereses de clase o sus propias opiniones políticas, se animan pensando y viendo que hay otros personajes de su mismo parecer, de cuyas declaraciones y propagandas pueden sacar algunos principios justificativos de una acción violenta".

En efecto, la madrugada del 10 de agosto siguiente un grupo de oficiales -activos o en la reserva- seguidos de escasa tropa y flanqueados por militantes de la extrema derecha monárquica intentaron sin éxito, en Madrid, asaltar el Ministerio de la Guerra y el palacio de Comunicaciones, con el balance de una decena de muertos. Poco después, en Sevilla, el general José Sanjurjo Sacanell -a la sazón director general de Carabineros- sublevaba a la guarnición local, se instalaba en la Capitanía General hispalense y hacía público desde allí un bando que ponía en primer lugar, entre las justificaciones de su alzamiento, la defensa de la integridad de España, amenazada por el proyecto estatutario. Tras el fiasco de Madrid, los facciosos quedaron aislados en Sevilla y se desbandaron a las 24 horas, pero la sanjurjada constituyó un primer aviso sobre las intenciones de la derecha española y fue para ésta un fracaso lleno de provechosas enseñanzas, a aplicar en julio de 1936.

Es curioso cómo, a veces, la historia se complace en las coincidencias: un momento político-legislativo no idéntico, pero muy semejante al de 1932; una campaña mediática y partidista gemela a la de entonces en su histeria, en su mendacidad, en su cainismo; una parecida movilización antiestatutaria de fuerzas vivas, de poderes fácticos, de intereses crecidos al calor de una determinada concepción de España; la Capitanía General de Sevilla como marco, y en ella, otro general que, espoleado por la verborrea irresponsable de ciertos políticos y de muchos opinadores, siente y expresa el reflejo pretoriano: la idea de que los militares son los depositarios y los guardianes por excelencia del patriotismo, de que están ungidos para interpretar mejor que nadie -mejor incluso que los representantes del sufragio popular- cuáles son en cada momento el bien y el interés de España.

No, el general José Mena Aguado no se subleva, claro que no -por algo estamos en 2006, y en la OTAN, y en la Unión Europea...-, sólo proclama la "inquietante preocupación" de los uniformados ante aspectos vertebrales del Estatuto en proyecto (Cataluña nación, el deber de conocer la lengua catalana, la descentralización de la justicia...) y asocia amenazadoramente tales objeciones con una eventual intervención castrense al abrigo del artículo 8º de la Constitución. Acto seguido, diversas asociaciones de militares declaran compartir su inquietud, alguna incluso le considera una víctima de las represalias del separatismo, y medio centenar de compañeros de promoción -entre ellos, seis generales- se solidarizan con él en carta a La Razón del pasado martes. ¿Qué pasa, que el Tribunal Constitucional se ha mudado a los cuartos de banderas y ahora, en lugar de sentencias, dicta arengas preventivas?

Por lo demás, el cuartelazo virtual encabezado por Mena Aguado invita a ciertas reflexiones retrospectivas. Si ahora, en 2006, no ha sido posible sustraer el debate sobre el nuevo Estatuto y su encaje constitucional a un ostensible ruido de sables, ¿se imaginan cómo debieron de discurrir las cosas en 1978-79? Si los militares de hoy, que hablan inglés y están homologados internacionalmente, no han podido resistirse a la tentación de la amenaza golpista, ¿alguien cree que las Fuerzas Armadas de los años setenta -que eran las de Franco- permanecieron quietas, mudas y neutrales, sin ejercer presión ni coacción alguna, sin condicionar en nada las fórmulas constitucionales y estatutarias de nuestra mitificada transición?

En agosto de 1932 aquello que Azaña, con su característico desdén, había calificado como "una grotesca militarada sin importancia" "tuvo por consecuencia [cito ahora a Manuel Tuñón de Lara] un sobresalto de conciencia en la izquierda", de modo que "el Estatuto de Cataluña fue aprobado a paso de carga". En efecto, bajo el impacto de la sanjurjada, la mayor parte de los antiestatutistas desde posiciones liberales o meramente democráticas comprendieron que estaban haciéndole el caldo gordo a la ultraderecha, que los enemigos del Estatuto lo eran de la República, y desarmaron su hostilidad, haciendo posible la aprobación, el 9 de septiembre, de la autonomía catalana. ¿Suscitarán el gesto de Mena Aguado y sus secuelas una reacción parecida? ¿Entenderán por fin tantos presuntos progresistas el fondo antidemocrático de la campaña -de la campaña, no de las críticas razonadas- contra el Estatuto? ¿O seguirán en su defensa de la España única, piramidal y nacional-estatalista, aunque sea encaramados a la grupa del caballo de Pavía?

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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