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El sexo del homicidio

Pablo Salvador Coderch

Es masculino, no lo duden. Por activa y por pasiva. Empecemos por las víctimas: si ustedes tienen miedo a que les maten de propósito, sepan que siempre ha resultado mucho más seguro ser mujer que hombre. En España, la probabilidad de que una persona del sexo femenino sea víctima de un asesinato o de un homicidio doloso es tres veces inferior a la que afronta otra del sexo masculino. Las estadísticas del Ministerio del Interior del año 2001 son claras: cuentan 378 mujeres contra 1.224 hombres muertos de mala manera. No es distinto en otros países. Por ejemplo, en Estados Unidos hubo en 1999 unas 3.000 víctimas femeninas y 12.400 masculinas, según estadísticas de la Oficina Federal del Censo. El femicidio es raro.

Las mujeres no matan a casi nadie. Hay mucha desproporción entre el daño que causan y el que sufren

Así, sale a cuenta nacer niña. Pero sólo a largo plazo, pues durante los primeros años de vida las niñas corren prácticamente los mismos riesgos que los niños de que sus padres las maten y, al efecto, padres y madres actúan con paridad letal: matan tanto ellos como ellas. Impera en esto de antiguo la fuerza bruta y, dada la brutal diferencia de vigor corporal entre adultos y niños, la que media entre el sexo fuerte y el débil es marginal. A partir de los 13 años de edad, entra en juego la adolescencia violenta de los chicos y la estadística vuelve a escorarse hacia lo masculino.

Sin embargo, del lado de los matadores, la tendencia universal es que a la masculinidad de las víctimas se corresponda una abrumadora presencia de hombres: las mujeres matan poquísimo, algo así como nueve veces menos que nosotros los hombres. Si teme que vayan a matarle, rehúyanos y busque compañía femenina.

Pero entonces, si las cifras son tan correosas y, año tras año, la estadística de víctimas y homicidas muestra con tanta claridad la predominancia masculina, ¿por qué los medios de información dedican mucho más espacio a los asesinatos y homicidios de mujeres que a los de hombres?

Es el Zeitgeist, el espíritu de la época, claro, pero hay razones de fondo: primera, las mujeres no matan a casi nadie, pero son la tercera parte de las víctimas. Matar les resulta ajeno, no es su mundo. Hay demasiada desproporción entre el daño que causan y el que sufren. Su protesta individual y colectiva resulta más que comprensible: mal está, claman las mujeres, que todavía no gocemos de igualdad con los hombres, pero al menos que no nos maten.

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En segundo lugar, a las mujeres las matan los suyos y, con frecuencia, en su propia casa. La estadística norteamericana deja ver bien que casi la mitad de las mujeres víctimas de homicidio lo son de la violencia doméstica procedente de un familiar o allegado, normalmente de su pareja o ex pareja. Por el contrario, el homicidio masculino tiende a ser confrontacional o un ajuste de cuentas entre profesionales: algunos hombres, sobre todo jóvenes, buscan bulla y, a veces, el reto absurdo a una riña homicida, pero a las mujeres las matan donde deberían estar y sentirse más seguras.

En tercer lugar, hay un tipo de violencia, la sexual, que se dirige mayormente contra las mujeres y que contrarresta la ventaja que tienen en el caso del homicidio. La estadística española del Ministerio del Interior sobre delitos sexuales manifiesta siete víctimas niñas o mujeres por cada individuo del sexo masculino -normalmente niño o un joven adolescente- que sufren la agresión.

En cuarto lugar, matar a una mujer es infame en todas partes. Incluso en la subcultura carcelaria, el oprobio rodea al violador y al asesino de mujeres: el abusador extremo corre algo más que el riesgo de ser desprecia-

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