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Columna
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La socialización del rojo

Josep Ramoneda

"Esta noche, todas con la roja", esta frase se ha leído en los periódicos y se ha oído en radios y televisiones. Como por arte de magia la rojigualda se ha convertido en roja. Y la palabra que servía para estigmatizar o identificar a la mitad de España que perdió la guerra ha sido astutamente recuperada para identificar a la selección española cuyo imaginario -en torno al mito de la furia española- ha estado tradicionalmente mucho más asociado al azul de los vencedores. Con una izquierda suficientemente domesticada como para que ya no asuste a nadie, la socialización de lo rojo contenía la voluntad nada subliminal de sacar a la selección española, tan errática y poco atractiva, de la confusión identitaria en que estaba atrapada. De la furia hemos pasado a los siete enanitos (los bajitos del toca-toca del centro del campo español). Roja y moderna, es decir, formada por gente joven pero sobradamente preparada, han sido las claves sobre las que se ha tratado de reconstruir la identidad de una selección que nunca estaba a la altura de la expectativas y que últimamente vivía celosa de los éxitos del baloncesto.

El nacionalfutbolismo se ha convertido directamente en una mercancía para el consumo

La exitosa trayectoria de la selección española de fútbol ha generado una oleada de nacionalfutbolismo en la que algunos han querido ver los síntomas de un neonacionalismo español con mayor capacidad de consenso. Por fin habría llegado a la selección de fútbol una renovación de los estilos y de las maneras acorde con los tiempos que corren, que otros deportes habían conseguido ya mucho antes. La presencia en la línea media del equipo de tres jugadores catalanes como Cesc, Iniesta y Xavi, ha hecho que algunos hablaran incluso de la selección de la España plural, como si la presencia de jugadores del Barça en la selección fuera una novedad.

La selección española de fútbol ha sido siempre una anomalía porque -en el franquismo como en la democracia- ha tenido un peso internacional muy inferior al que tienen los clubes de fútbol. La mediocridad ha presidido casi siempre su actuación en las competiciones internacionales, hasta el punto de que la sala de trofeos se reducía a una copa de Europa y a un subcampeonato, lo que equivale casi a cero al lado de los títulos internacionales acumulados por el Madrid, el Barcelona, el Sevilla y otros equipos de club.

Esta anomalía se explica en parte porque el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona han ejercido el papel encubierto de selección española y selección catalana, respectivamente. Para muchos aficionados de estos clubes las victorias de sus equipos eran y son mucho más importantes que los resultados de la selección nacional. Y un título europeo no va a cambiar de modo determinante las cosas. La estructura del fútbol español, dominada por dos monstruos como el Madrid y el Barcelona, algo que no tiene equivalente en Europa, es una herencia del franquismo, donde estos dos equipos permitieron dirimir simbólicamente en los estadios batallas que no se podían dar en otos escenarios, y es también la expresión de una realidad nacional compleja, en la que sobre el tapiz de la nación española se dibujan otras naciones inscritas. Esta realidad está aquí para quedarse. Y no será uno ni diez éxitos de la selección de fútbol lo que va a cambiarla.

La selección española ha ganado después de décadas de no hacerlo, y la victoria siempre tiene arrastre. Los millones de seguidores del equipo español han celebrado el éxito como hacen los seguidores de todos los países del mundo cuando ganan sus selecciones o sus clubes, con ligeras variantes de carácter idiosincrásico. Y los símbolos que en estos casos se despliegan no forman precisamente parte del museo de las mejores creaciones de la humanidad. Cada cual tiene sus cruces: por mucho que se hable de un nuevo clima en torno a la selección española, no han podido evitarse los toros y los tricornios e incluso algún que otro aguilucho. Pero el que se crea que las celebraciones de los suyos son muchos más distinguidas que las de los demás sólo demuestra su facilidad para ver la paja en el ojo ajeno y su dificultad para ver la viga en el propio. Hemos tenido que soportar toda la retahíla del patriotismo basto (dudo que pueda haber un patriotismo que no lo sea), como en cualquier celebración del Barça o del Madrid: somos los mejores, orgullo nacional, a por ellos, la vendetta, y, por supuesto, los vivas de ritual. Nada nuevo.

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La novedad relevante tiene que ver con la evolución de los medios de comunicación de masas, que tienen en el deporte una mina de explotación muy atractiva. La competencia entre grupos de comunicación y la necesidad de rentabilizar las inversiones cada vez más grandes que las transmisiones deportivas requieren, han puesto en marcha todo tipo de mecanismos promocionales de movilización de los aficionados y han mantenido una especie de estado de excepción permanente en las ondas, con jornadas enteras dedicadas al gran evento. De modo que la movilización en torno a la selección española no ha sido de Estado -como lo fue hace 44 años en pleno franquismo-, sino que ha sido desde las empresas privadas de comunicación, testigos y promotores a la vez del entusiasmo colectivo. El modelo fue ya ensayado en el Mundial de Fútbol de hace dos años, pero entonces la selección española, fiel a su tradición, no ayudó, al quedar eliminada tempranamente por Francia. Ahora, la selección ha puesto los buenos resultados, material indispensable para que el evento funcione. El nacionalfutbolismo se ha convertido directamente en una mercancía para el consumo.

Puesto que en todas partes, y no sólo en las periferias como creen algunos, el nacionalismo vende, el discurso patriotero ha sido el natural acompañante de esta gran movida comercial. No cuesta ningún trabajo conseguirlo: es lo que sale espontáneamente a cualquier locutor deportivo cuando le ponen delante de un equipo nacional (la selección española) o en funciones de equipo nacional (el Barça, pongamos por caso). Un discurso que empieza con: "Esta noche todos con la selección", en una falta de respeto manifiesta a los miles o millones de ciudadanos que tienen otras devociones o que carecen de sensibilidad para estas creencias. Cuando oigo la palabra todos, sea donde sea, se me ponen los pelos de punta.

Coincidencias de la vida, el éxito de la selección española ha eclipsado el ruido originado por el referéndum de Ibarretxe. Sirva de atención a los que, enfrascados en los éxitos deportivos, olvidan a menudo que la realidad es compleja. También ha coincidido con un Congreso del PP en el que Mariano Rajoy ha dirigido con éxito una operación de lifting que no parece haber alcanzado más allá de la piel. Y, tercera coincidencia, ha salido por estos días un manifiesto por la lengua común. De estas casualidades algunos han sacado conclusiones precipitadas sobre la eclosión de un neonacionalismo español. Que la faz de España ha cambiado, y que el nacionalismo español poco a poco se va liberando del estigma franquista para adquirir una dimensión acorde al país moderno que es España es una cosa. Pero las euforias futboleras se desvanecen como el humo en el aire, y más en tiempos de crisis. Francia ganó el campeonato del mundo, con una selección nacional que se presentaba como la Francia de la diversidad. Se escribieron montañas de papel sobre este nuevo nacionalismo francés mestizo y diverso. Pocos años después estallaban los barrios periféricos de las principales ciudades francesas.

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