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67ª Mostra de Venecia
Columna
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Adaptaciones y plagios

Carlos Boyero

Un colega definía con sorna no exenta de lógica la situación de llevar 10 días en la isla de Lido vislumbrando con añoranza la irresistible Venecia y sin poder pisarla debido a los tiránicos horarios de la programación, torturados física y mentalmente por infinitas horas de anticine, de productos inanes que solo pueden despertar indiferencia, irritación o bochorno, como algo comparable a lo que debían de sentir los presos de Alcatraz cuando salían al patio en el recreo y miraban soñadoramente la preciosa San Francisco, sabiendo que aunque la tuvieran enfrente jamás les permitirían dar un paseo por ella. A diferencia de los presos de Alcatraz, nuestro consuelo estriba en que el sábado finaliza este odioso cautiverio y podremos aprovechar en el futuro un puente o unas vacaciones para visitar una ciudad que sigue despertando siempre algo especial aunque ya la conozcas de memoria. También se impone con urgencia al llegar a tu casa revisar las películas que amas para asegurarte de que el cine es una de las mejores cosas que te han ocurrido en la vida, lo opuesto a la ingente basura seudoartística que has consumido en la Mostra. Y así llevamos demasiados años.

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Al margen de la ley de Hollywood

En este panorama al que acudes temeroso cada mañana, como si arrastraras cadenas, padecía ayer en la sección oficial la película italiana La soledad de los números primos, dirigida por Severio Constanzo. De acuerdo en que el título es enigmático y fascinante. De la triunfante novela que adapta no puedo hablar porque no la he leído, pero he oído interminables comentarios de lectores para los que el texto de Paolo Giordano les supuso una experiencia inolvidable. Sin embargo, lo que veo y escucho en la pantalla es un relato caótico y desprovisto de la menor capacidad de emoción sobre la relación a lo largo del tiempo de dos personas marcadas desde críos por el tormento, por la dolorosa sensación de saberse disminuidos, raros y aislados ante la presunta normalidad y el lazo umbilical que establecen los que por accidentes físicos o psíquicos se saben eternamente incomprendidos y desplazados, tan solos como los números primos. El tema es jugoso, pero lo que nos ofrece su adaptación al cine es nada, una sucesión de dislates tan retorcidos como pobremente expresados.

La japonesa 13 asesinos, dirigida por el excesivamente prolífico Takashi Mike, afortunadamente no va de psicologismo morboso, sino de acción pura y dura. No apasiona lo más mínimo, pero tampoco enerva demasiado. Se limita a copiar descaradamente, como tantas veces lo ha hecho el cine, el argumento de Los siete samuráis, aquel clásico firmado por Kurosawa. Hay ligeros cambios sobre el original que no lograrán despistar a nadie. El villano aquí es un señor feudal especialmente sádico en los tormentos que aplica caprichosamente a sus súbditos. No solo se ensaña con los hombres sino que mutila y asesina a placer a las mujeres y a los niños. Los samuráis son contratados con éxito para frenar los desmanes del todopoderoso. A diferencia de Los siete samuráis, en esta no nos ofrecen explicaciones sobre la personalidad y las razones de los justicieros. Supondría restar tiempo para las batallas, que es lo que más preocupa al director. Todo suena a visto y oído.

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