Arriesgada, ornamental

Antonio Banderas ha demostrado en estas últimas semanas que, además de ser un profesional educado, amable y trabajador, ha aprendido en Estados Unidos cómo se vende un producto (o una obra de arte, según se mire). Nadie que no haya estado encerrado en una burbuja, sin leer un periódico ni encender la televisión, ha podido abstraerse del estreno de El camino de los ingleses, su segundo trabajo como director (el primero rodado en España). Nadie desconoce ya que se trata de una película arriesgada, personal, alejada de la narrativa tradicional y de los gustos de la mayoría, que le ha salido de dentro. Todo ello es verdad. Y le honra su búsqueda de lo que él llama nuevos territorios (que quizá no son tan nuevos). Lo que también es cierto es que El camino de los ingleses es una película fallida, grandilocuente, falsamente poética, desequilibrada, lejana.
EL CAMINO DE LOS INGLESES
Dirección: Antonio Banderas. Intérpretes: Alberto Amarilla, María Ruiz, Raúl Arévalo, Victoria Abril. Género: drama. España, 2006. Duración: 120 minutos.
No hay peor poesía que la que presume de ello ni peor poeta que el que lo pregona a los cuatro vientos cada vez que tiene una oportunidad (e incluso sin tenerla). Así precisamente es el protagonista de El camino de los ingleses: un chaval de la Málaga de los setenta que cada dos por tres anuncia que quiere dedicarse a la lírica. Poesía explícita. Como la que lanza desde su jarra de cerveza colocada como un micrófono el personaje del narrador: un Fran Perea que demuestra poseer una preciosa voz, pero que no puede sostener un papel al borde del abismo tanto en el plano narrativo como en el visual.
Cámaras lentas
Algunas imágenes de Locos en Alabama, la primera y notable película de Banderas como director, auguraban ya un estilo con tendencia al esteticismo que se ha visto desbocado en su segunda obra: aquellas innecesarias cámaras lentas en la piscina donde no se podían bañar los jóvenes de raza negra.
Marcar con un fluorescente y volver a remarcar. Y mientras, la historia en sí pasa sin que se logre posar del todo la mente en ella. Banderas acumula elementos en cada plano, en cada secuencia, y todos apuntan hacia arriba. Un tono ampuloso, una fotografía de colores marcadísimos, una música altisonante, una cámara en perpetuo movimiento, una imagen con continuos ralentizados. En definitiva, un exceso ornamental poco controlado. El mismo que llevó al barroco a convertirse en churrigueresco.
Ahora bien, además de ser un mago de la promoción, otorgada desde medios de toda índole (desde Santiago Segura no se había visto nada igual), Banderas demuestra en El camino de los ingleses otra gran virtud: ser un excelente director de intérpretes. Así, a pesar de la dificultad de unos textos habitualmente alejados del naturalismo, el puñado de nuevos rostros que protagoniza la película, al timón de Banderas, sobresale entre la inestable estructura formal.
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