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Crítica:ESTRENOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Detrás de las malas calles

Sigue encendida -en el origen del universo, o cenagal, urbano en el que Martin Scorsese indaga febrilmente desde que, hace tres décadas, se puso detrás de una cámara y filmó Malas calles en el lado sombrío de las aceras de su Nueva York- una vieja hoguera.

Su fuego es el de la batalla primordial, que dio origen a la barbarie de las luchas de bandas rivales en los Five Points, el infierno de un nudo urbano cuyos vericuetos y laberintos trazaron, en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, los cauces de incontables ríos de sangre vertida en las guerras del hampa que segregaban los estercoleros humanos de una ciudad sacudida al mismo tiempo por vendavales de miseria y de ambición. Y aún hoy Nueva York duerme, y se sueña a sí misma, sobre el barro rojo de los brutales choques entre parias irlandeses emigrantes y bandas de asesinos nativos racistas, gentuza manejada por las oficinas de los negociantes y políticos que estrujaban hasta el fondo los jugos del estallido demográfico de aquella pequeña isla turbada, loca, suicida.

GANGS OF NEW YORK

Dirección: Martin Scorsese. Guión: Jay Cock, Steven Zaillian, Kenneth Lonergan. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Daniel Day-Lewis, Cameron Díaz, Liam Neeson, John C. Reilly. EE UU, 2002. Género: drama. Duración: 166 minutos.

Las dos horas y tres cuartos que dura el filme se hacen cortas, dejan sabor a carencia
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El violento Nueva York de Martin Scorsese

Si las cosmogonías antiguas rastrean imprecisas huellas fundacionales de un paraíso perdido en las trastiendas de la historia, en la moderna cosmogonía de una busca de identidad histórica para Nueva York hay, en cambio, el rastreo de nítidas huellas, igualmente fundacionales, de un infierno perdido. Y es en ese infierno urbano donde Scorsese -que conoce por dentro la hoguera, ya que procede de una marea emigratoria posterior, que también dejó huellas rojas en el barro de los Five Points, y que, para entendernos, fue la escuela primaria de Al Capone- abre de par en par su inmenso caudal de conocimientos de la ciudad y despliega la suntuosa estrategia narrativa de Gangs of New York, una obra de gran vuelo épico y envergadura trágica. Pero esta cumbre del cine de ahora ha sido salvajemente herida por sus dueños, que han arrancado de ella incontables imágenes y las han sustituido por abismos, creando gravísimos desequilibrios en un relato que se entrevé que en su versión integral está medido con exactitud.

Las dos horas y tres cuartos que dura el filme se hacen cortas, y, cuando terminan, dejan sabor a carencia, a esa inconfundible sensación de vacío que sigue a la percepción de una amputación. No se entiende que a la plenitud de la zona de arranque de Gangs of New York -que conduce a una muy bien medida zona central de sostenimiento, durante una hora larga de magníficas dilaciones, de los hilos de la atención- siga una zona de desenlace en la que se suceden atropellamientos de los sucesos y súbitas aceleraciones injustificadas de la secuencia. Esto crea en el filme lagunas, como las derivadas del desvanecimiento de los hilos de algunos personajes corales -los maravillosamente compuestos por John C. Reilly, Jim Broadbent y Brendam Gleeson, entre otros- y menos corales -como el, completamente crucial, que crea de forma vivísima Cameron Díaz-, por lo que parece evidente la imposibilidad de que tales torpezas y arritmias provengan de la mano de Martin Scorsese; ni que los vacíos en el armazón tengan origen en un guión que ha sido escrito, entre otros, por Steven Zaillian, un virtuoso de la construcción de filigranas fílmicas muy complejas y vastas, pero sin fisuras.

Incluso la portentosa composición por Daniel Day-Lewis de la legendaria y atroz figura de Bill El Carnicero es víctima de esas caídas de la tensión imaginaria, y hay instantes en que parecen fallarle las tablas a ese genial, enorme y sanguinario fantoche que se atreve a decir "Nueva York soy yo, muchacho" al niño Amsterdam Vallon, vengador de su padre, asesinado a golpes de porra y manopla por el carnicero de Five Points, y creado por Leonardo DiCaprio con soltura y atrevimiento, pero en niveles de pegada fotogénica y de dominio de la máscara trágica sensiblemente inferiores a los de Day-Lewis, lo que da lugar al único desequilibrio interior de la magistral puesta en pantalla de Scorsese.

Y, una vez más, el frágil genio del cine es vulnerado, pisoteado, destruido por quienes, sin saber hacerlo, lo fabrican y lo desprecian.

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