Épica de la derrota
Cineasta tan adicto a la explosión de las formas como a la ambición de planteamientos narrativos, el estadounidense Darren Aronofsky parece haber atemperado sus impulsos con El luchador, una película que ritualiza la supuesta redención profesional del actor Mickey Rourke. En realidad, la aureola mítica ready made que rodea a esta muy estimable película está basada en dos malentendidos.
Por un lado, el actor nunca había dejado de lanzar periódicas señales sobre la pervivencia de su talento: quizás convendría recordar que, durante sus presuntos años oscuros, Mickey Rourke tuvo intervenciones memorables en Legítima defensa (1997), Animal factory (2000) y Sin City (2005).
Por otro lado, El luchador tiene la misma madera de ejercicio de estilo que películas como Pi (1998), Réquiem por un sueño (2000) o La fuente de la vida (2006): la diferencia está en que, por una vez, la forma no se come al fondo, ni lo hincha hasta lo imprudente. En otras palabras, ni Aronofsky reniega de sí mismo, ni Rourke regresa precisamente de entre los muertos en esta suerte de controlada exasperación de la épica del perdedor, en la que resuenan ecos del Fat City (1972) de John Huston o de ese memorable Réquiem por un campeón (1961) de Ralph Nelson que adaptaba a la gran pantalla el clásico guión televisivo de Rod Serling.
EL LUCHADOR
Dirección: Darren Aronofsky.
Intérpretes: Mickey Rourke, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood, Mark Margolis, Todd Barry.
Género: drama. Estados Unidos-Francia, 2008.
Duración: 101 minutos.
Cuando, en una de las escenas, Darren Aronofsky y su guionista Robert D. Siegel colocan en boca del personaje de Marisa Tomei una ingenua defensa de La Pasión de Cristo (2004) de Mel Gibson, la película muestra el abismo de la condescendencia en que podría haber caído. Por fortuna, sólo se trata de una falsa alarma: Mickey Rourke y Marisa Tomei logran que, bajo la incesante lluvia de tópicos sobre su particular bulevar de los sueños rotos, sus personajes ofrezcan un inolvidable recital, cargado de matices, sobre la inquebrantable dignidad de los perdedores.
Darren Aronofsky deja espacio para que ellos se apoderen de la película, pero sus incesantes decisiones estilísticas aportan una estimable textura sensorial a este recorrido hiperrealista a través del mundo -triste, sudoroso y crepuscular- de la lucha libre.
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