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ANÁLISIS
Columna
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Fantasmas de Bosnia

Guillermo Altares

Durante una visita a Líbano durante la guerra civil que relató en un reportaje que Vanity Fair se negó a publicar, P. J. O'Rourke escribió con su habitual lucidez al contemplar las ruinas de la Embajada estadounidense en Beirut: "Se encontraban en el mismo estado que la política de EE UU hacia Oriente Próximo". Algo parecido puede decirse de la política occidental hacia los Balcanes: estará llena de agujeros mientras los criminales de guerra serbios Radovan Karadzic y Ratko Mladic, responsables de la matanza de Srebrenica entre otras atrocidades que costaron la vida a decenas de miles de civiles durante la guerra de Bosnia (1992-1995), no estén recluidos en la cárcel del Tribunal de La Haya. Como explica el escritor bosnio Emir Suljagic, superviviente de aquel horror y autor del impresionante relato Postales desde el infierno (Galaxia Gutenberg), los genocidas siguen en libertad "un poco por todo, incapacidad de Occidente, pragmatismo político, falta de interés...".

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Periodismo demencial

La sombra del cazador se sumerge en esta larga fuga utilizando uno de los elementos que mejor han funcionado en el cine a la hora de hablar de las guerras de los Balcanes: la prensa. Desde Territorio Comanche hasta Welcome to Sarajevo y Las flores de Harrison, la tribu ha sido utilizada muy a menudo para retratar los conflictos de Bosnia, Croacia y Kosovo, quizás porque toda una generación de periodistas de guerra se forjó entre las atrocidades de la limpieza étnica. En los países que sufrieron estos conflictos, a través de películas magistrales como Antes de la lluvia, En tierra de nadie, Beautiful people o Grbavica, el cine ha tratado siempre de responder a esa última cuestión: ¿cómo fue posible tal grado de horror, de violencia en los países que formaron Yugoslavia durante gran parte del siglo XX?

Las atrocidades que se describen en La sombra del cazador no son más que un pálido reflejo dulcificado de lo que se ha escuchado en el Tribunal de La Haya. Muchos de los lugares en los que transcurre el filme están marcados por invisibles cicatrices, por una ausencia que puede palparse, como ocurre cuando se visita Cracovia y otras ciudades polacas que tuvieron una gran población judía antes de la II Guerra Mundial. La limpieza étnica de los radicales serbios contra los musulmanes empezó en el este de Bosnia y allí es donde se desarrolla una parte importante del filme: Foca, una ciudad de 20.000 habitantes que parece cubierta por una pátina de tristeza sucia, tuvo un 55% de población musulmana, totalmente expulsada o asesinada en los primeros meses del conflicto, o Visegrado, la ciudad en la que transcurre El puente sobre el Drina, la obra maestra del Nobel Ivo Andric. El auténtico puente, una joya de la arquitectura otomana del XVII, fue declarado este año Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Allí los musulmanes son también una presencia ausente mientras que Karadzic, un claro trasunto del Zorro de la película, es venerado. Son, los muertos y los vivos, los verdugos y las víctimas, los fantasmas de Bosnia de los que habla Richard Gere en el filme.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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