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Crítica:ESTRENO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Humo libre

Hay en la rígida y, sin embargo, libérrima organización interior de Smoking room una regla de juego diáfana, de nitidez geométrica, que se repite con una severa reiteración casi ritual.

Abre cada tramo secuencial de Smoking room un plano general que nos sitúa ante dos personajes que dialogan a media voz y cuyo tú a tú es atrapado, una y otra vez, en dinámica de plano-contra-plano, por una cámara inquieta, pegajosa, atosigante, intrusa, inquisitiva, que sigue con lupa -como si fueran (quizás lo son) insectos- los gestos de los interlocutores y que, como única variante espacial, salta de vez en cuando a una toma de ellos en escorzo. Pero este salto nunca rompe la línea que trazan los austeros, ascéticos y continuos encuentros cara a cara. Y éstos son vulnerados únicamente en la cruel y explosiva escena con cinco personajes que preludia con ferocidad el desenlace de este escueto, intenso e inteligente filme político, lleno de las vivificadoras e infatigables calidades de la vieja, hermosa y hoy medio olvidada pantalla airada y sublevada.

SMOKING ROOM

Dirección y guión: J. D. Wallovits y Roger Gual. Intérpretes: Eduard Fernández, Juan Diego, Chete Lera, Vicki Peña, Ulises Dumont, Manuel Morón, Francesc Garrido. Género: Drama. España, 2002. Duración: 90 minutos.

Porque hay en Smoking room brotes de humor de vitriolo que mueven el zarpazo de la captura del absurdo cotidiano; y, más al fondo, destellos de desgarro e ironía navajera en el retrato interior de la gente y la gentuza bien trajeada, de ahora y de siempre. Y salta también allí una mirada incendiaria, con dejes de sarcasmo suicida, al rugoso, podrido e infame subsuelo que sostiene el suelo que pisamos. Es una sólida película de hechura artesanal, escrita y realizada con brío y pulso firme por dos novatos, J. D. Wallovits y Roger Gual, procedentes del cine publicitario y que, por ser conscientes de sus limitaciones, las dominan y saltan por encima de ellas, logrando extraer riqueza expresiva de la pobreza de sus medios.

Es Smoking room una despiadada metáfora del secuestro y muerte de la libertad. A los despachos de una empresa española adquirida por el capital estadounidense llega una orden de prohibición de fumar, que obliga a los ejecutivos y empleados a escaparse a calmar sus ganas de tabaco a la calle. El desencadenante del incendio moral a que esa orden conduce es simple: un empleado -cuya terca energía subversiva ('Lo del cigarrillo es la punta del iceberg, esto es racismo') estalla en la intensidad del rostro, o máscara, de Eduard Fernández- se entrevista uno por uno con sus colegas y les pide que firmen una solicitud a la dirección de una habitación para fumar que les libre de la humillación de comportarse como niños o delincuentes huidos a la calle. Pero esto que pide le estalla en las manos.

Y se inicia así la terrible, tan divertida como atroz, sucesión de dúos que vertebra el filme. Rompen la pantalla, con la energía de su libertad y su talento, los roces y choques entre Fernández y Antonio Dechent, Manuel Morón, Ulises Dumont, Chete Lera, Vicky Peña, Juan Diego, Francesc Orella y el resto de un reparto en estado de gracia, una piña de magníficos intérpretes que logran la hazaña de transmitir la idea de que viven, inventan y balbucean ante la cámara todo lo que dicen y hacen, cuando no hay en la imagen nada dejado al azar, ni un solo hilo suelto. Y se suceden dúos abruptos y memorables, pequeños prodigios de gradualidad dramática, como el 'del Alien' y el del encuentro en la azotea, entre otras oscuras y radiantes miniaturas que, engarzadas en la poderosa lógica y la inefable gracia de este raro y amargo fresco de la muerte de la libertad, nos dan un turbador diagnóstico de la reducción a la docilidad del esclavo de la gente bien trajeada de ahora.

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