Ícaro, el superdotado

Por lo general, los padres del nuevo milenio están convencidos de que su hijo no sólo es el más guapo, sino también el más despierto, el más adelantado, el más inteligente, el más de lo más. Tanto que a menudo se oye la milonga de que podría ser superdotado sólo porque ha aprendido a pulsar el mando de la televisión o a ponerse el móvil en la oreja antes de cumplir el año de vida. Vitus, protagonista de la película del mismo nombre, es un superdotado de verdad, de los de coeficiente de inteligencia por las alturas, de los que comienzan siendo una delicia, un orgullo, y terminan siendo un problema imposible de tratar. Simplemente porque supera a todos en el dominio, en el remiendo de las dificultades más cotidianas y en el aprendizaje de las más peregrinas.
VITUS
Dirección: Fredi M. Murer. Intérpretes: Teo Gheorghiu, Bruno Ganz, Fabrizio Borsani, Urs Jucker. Género: tragicomedia. Suiza, 2006. Duración: 120 minutos.
El veterano director suizo Fredi M. Murer, de esporádica presencia en festivales internacionales de tamaño medio (Locarno, Montreal), aunque desconocido en España, ha tratado el tema con el tono de una fábula de superación a lo Frank Capra, entre lo trágico y lo cómico. Una película que se ve con cierta facilidad gracias al innegable interés de la temática, pero que adolece de una puesta en escena, un tanto raquítica, que nunca se aprovecha para dar un empujón artístico a las situaciones creadas.
Murer añade a su película un aire onírico, en general bien encajado pero quizá demasiado explícito, relacionado con la leyenda de Ícaro. Como en la mitología griega, el crío superdotado de la historia (Ícaro / Vitus) es hijo de un arquitecto (Dédalo / padre inventor del audífono como complemento de moda) y debe escapar de una cárcel (en este caso la prisión de un cuerpo de niño que retiene una mente privilegiada). Sin embargo, como en la leyenda, Ícaro / Vitus vuela demasiado alto por culpa de su empuje intelectual y el sol acaba derritiendo la cera de sus alas, lo que le hace caer de nuevo en la medianía de sus conciudadanos.
En un giro dramático muy acertado, Murer da la vuelta a la tortilla y pone a los padres, y de paso al espectador, en la tesitura del regreso al ordinario mundo de los errores infantiles. ¿Cómo actuar ante un niño prodigio? ¿Manteniéndose al margen, apoyando, prohibiendo? ¿Y cómo actuar ante un niño prodigio que se ha vuelto corriente?
Es una pena que ante la altura de la temática, Murer sea tan plano, tan obvio en el rodaje de su aventura, pero al menos ha sabido elegir al mejor actor posible (un niño de 12 años con cara de saber latín llamado Teo Gheorghiu), y enfrentar a éste con la poderosa y sabia mirada del abuelo que interpreta, con su poso habitual, el suizo Bruno Ganz.
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