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Columna
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Sabio, lírico, admirable Pollack

Carlos Boyero

Estrenan Ella es el partido (el dadaísta título español se las trae) y La boda de mi novia. Ninguna me apetece especialmente, pero suponen una buena razón para despedirse en una pantalla del hombre que produce la primera e interpreta un papel secundario en la segunda, de un director excepcional, productor con instinto y estilo y actor siempre eficiente llamado Sydney Pollack, alguien al que la tradición del mejor cine estadounidense va a echar profundamente de menos, un hijo del fenicio Hollywood que demostró que la taquilla y el arte pueden ser compatibles, que no hay que rebajar las exigencias de calidad en nombre de la pasta, que un producto ambicioso, anticomplaciente y crítico también puede ser degustado, amado y consumido por el gran público.

Lo suyo eran los amores intensos y difíciles, destinados a la provisionalidad
Embistió contra instituciones muy asentadas en valores patrios de EE UU

Pollack era muy joven cuando comenzó a narrar historias vocacionalmente tristes, y afortunadamente para nosotros jamás se dejó tentar por la vagancia, el cinismo o el desaliento. Fue prolífico y brillante, lírico y conmovedor, crítico y espectacular. Era un todoterreno, se acercó a la comedia y al western con resultados memorables en la tan original como divertida Tootsie y en ese impagable retrato de la soledad, la venganza y la supervivencia titulado Las aventuras de Jeremiah Johnson, pero lo suyo eran los amores intensos y difíciles, destinados a la provisionalidad o al fracaso, a consagrarles un altar en la memoria. Tampoco le gustaba el estado de las cosas y de las instituciones. Y las cuestionaba. Siempre con talento, con fuerza, con complejidad.

Si hago memoria de esos amores rotos, descubro que la única vez que Pollack ha dejado la ventana abierta a una segunda oportunidad fue en Tootsie. Es probable que a Jessica Lange y a Dustin Hoffman el reencuentro les salga bien después de haberse querido en el engaño y en el equívoco. Pollack alcanzó sus mayores éxitos con el evocador lamento de Meryl Streep repitiéndole obsesivamente a su corazón: "Yo tenía una granja en África", llorando la muerte de su escurridizo cazador. También recordándonos lo que fuimos y sentimos mientras que Barbra Streisand nos canta con emoción desbordada The way we were. Pero las rupturas siempre fueron sus permanentes señas de identidad. Hago apuestas sobre la perpetua negativa de este director tan inteligentemente romántico a los finales felices. Con dos cojones, trabajando en la mercadería de Hollywood, donde todo el mundo sabe que la tragedia no vende.

Igualmente, Pollack se permitió el lujo de embestir contra instituciones muy asentadas en los valores patrios. Hablo con racional indignación de los retorcidos desmanes de la CIA en Los tres días del cóndor, de los espantos que perpetra el periodismo sensacionalista, no contrastado, en Ausencia de malicia, de la tenebrosa delincuencia de las grandes firmas de la abogacía en La tapadera, de la siniestra caza de brujas en Tal como éramos, de la metodología de explotación en la devastada época de la Depresión en Danzad, danzad, malditos.

A cada uno su Pollack. El que más me enamora a mí no alcanzó excesivo éxito. Son películas a las que retorno siempre, estéticas y éticas, profundas y emocionantes, perturbadoras y líricas. Son los espacios abiertos y la ambientación a la naturaleza más dura que elige el solitario y misántropo Jeremiah Johnson para ponerse de acuerdo con la vida, la destrucción de su sueño, su atormentada obsesión en destruir a los que se cargaron su refugio. Es el perdedor que interpreta el insigne Robert Mitchum en Yakuza, devolviendo ritualmente una vieja deuda moral a ese samurái al que involuntariamente le despojó de todo lo que amaba. Es la parálisis emocional, la incapacidad de sentir y de entregarse, la inaplazable redención del piloto de carreras Bobby Deerfield en Un instante, una vida.

Pollack también produjo Los fabulosos Baker Boys y En busca de Bobby Fischer, dos películas que adoro. Y, aunque no las dirigiera, llevan el olor de su cine, su hermosa marca de fábrica. Era uno de los grandes. Quedan pocos.

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