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Columna
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Voy al cine, luego vivo

Carlos Boyero

"Guarda tus mejores recuerdos, y si llegas a viejo, que te sirvan", le leí hace mucho tiempo a un poeta, en una edad que veía muy lejano el invierno, en la que podía existir el coqueteo con la pavorosa idea de la muerte, cuando ésta no había empezado a amenazar o a masacrar a tu entorno afectivo. Pero ya se está acercando la época en la que la memoria se empeña en almacenar y mimar recuerdos gratos, en acorazarse ante la llegada del frío y de la nieve.

Y comienzas a sentir razonable terror ante la sospecha de que puede extinguirse el remoto y salvador ritual de nombre prosaico y efectos mágicos conocido como "ir al cine". Es algo de lo que forzosamente te tienes que haber enamorado en la infancia, sin criterio selectivo ni sentido crítico, sin la presencia de aquel género con el enunciado fatigoso y enfático del arte y ensayo. Boskov pasó a la historia de la filosofía por una definición tan incontestable como "fútbol es fútbol". Pues eso, que "cine es cine", y sacarlo de su espacio natural para consumirlo desde el sofá de tu casa, en la pantalla del ordenador, en el móvil o en el televisor más espectacular y diáfano siempre será un sucedáneo, una impostura, sin la menor relación con el espíritu de un placer sagrado.

Siento una angustia apocalíptica ante la extinción de las salas

Nos habían contado en imágenes la tragedia y el desgarro emocional que implica echar el cierre a una sala de cine. Ocurría en la estremecedora La última película, en un pueblo en blanco y negro llamado Anarene, con vidas prematuramente rotas, traicionadas, abandonadas, que asistían en una pantalla a la vitalista epopeya que describía Hawks en Río rojo. También en la tan llorona como eficaz Cinema paradiso, y acompañando a la problemática supervivencia del inmenso y querible Mastroianni en Splendor. Esas ficciones nos parecían muy tristes, pero también lejanas. Sin embargo, la amenaza ya ha llegado. Las salas, excepto en el fin de semana, están vacías. Los empresarios más pragmáticos e imaginativos, constatando que el naufragio es inminente, comienzan a vender en el templo opiáceos exquisitos o masivos como ópera, fútbol y videojuegos.

Y maldiciendo continuamente la incomodidad y vetustez de la mayoría de los cines, la imagen desenfocada, el sonido inaudible o excesivo, las copias en estado lamentable, las restricciones con la calefacción y la refrigeración glacial, la masticación palomitera que puede provocar un ataque de nervios, las hostias que te amenazan en la oscuridad por la mezquina ausencia de acomodadores, la certidumbre de que los fenicios no han cuidado a su clientela, que la gallina de los huevos de oro se extinguió por la codicia de los dueños de la granja, a pesar de tantas miserias constatables, yo siento una angustia apocalíptica ante la extinción de la forma irreemplazable de ver el cine. En soledad o en compañía, en la primera sesión o en la madrugada. Esa droga dura no admite adulteraciones.

El niño Salvatore Cascio y Philippe Noiret, en un fotograma de <i>Cinema paradiso</i>.
El niño Salvatore Cascio y Philippe Noiret, en un fotograma de Cinema paradiso.
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