El enigma de los sentimientos
Hay algo poderosamente turbador, terrible en ésta, la última criatura de ficción de uno de los creadores insustituibles de su tiempo, el gran Ingmar Bergman: que después de más de 60 años haciendo películas, con sus gloriosos 87 años a cuestas, el sueco siga preguntándose por las mismas cosas que han orquestado su sin par filmografía, y por encima de todas, los sentimientos, es algo que a un tiempo admira y estremece. Cierto, Bergman es un hombre de fidelidades contrastadas (cada año revisa, con constancia que a uno se le antoja manía, las viejas películas mudas de Victor Sjöström, su gran maestro, por ejemplo), pero volver, una y otra vez, sobre las deudas del amor, la tragedia de su ausencia, la esterilidad emocional y humana de quien no es capaz de sentirlo, se antoja un ejercicio casi inhumano.
SARABAND
Dirección: Ingmar Bergman. Intérpretes: Liv Ullman, Erland Josephson, Börje Ahlsted, Julia Dufvenius. Género: drama. Suecia, 2003. Duración: 102 minutos.
Y, sin embargo, en un creador que ha hecho de su vida la carne misma de sus ficciones, esta determinación resulta admirable: con franciscana humildad, Bergman parece reconocer que sigue investigando; que sigue interrogando a sus criaturas -en esta ocasión, los mismos personajes de Secretos de un matrimonio (y los mismos actores, Ullman y Josephson: pasemos de largo sobre su trabajo, que es sencillamente perfecto y no hay que desmerecerlo con más adjetivos)- en pos de sus secretos; que sigue preguntándose por las mismas cosas que siempre. Aunque las respuestas que halla sean mucho más hondas, menos estridentes (más auténticas, tal vez) que nunca.
Ayuda a esto la forma, qué duda cabe, ese despojamiento de cualquier artificio, ese soberano ejercicio de libertad a la hora de narrar, ese mostrarse desnudo de cualquier artificio que el filme, como ese testamento inmenso que es Gertrud, de Carl Th. Dreyer, exhibe casi al descuido. Y si uno no supiera que Bergman es tal vez el director que más y con más tesón ha interrogado a su oficio sobre sus formas, asombraría la clarividencia que ha abordado éste, tal vez su último viaje por la ficción.
Y a la postre, de este filme sereno y doloroso como pocos, tocado por el insondable misterio del genio, emerge la fuerza de lo no visto, la presencia de lo ya ido: no es ninguna casualidad que no veamos en la pantalla ninguno de los dramas íntimos que el filme evoca, ni que, a la postre, el único personaje auténticamente grande y poderoso sea justamente aquel que jamás se materializará ante nosotros, esa Anna que conoció los secretos del amor como entrega, no como egoísmo. Ese personaje al cual todos se remiten porque con ella se llevó a la tumba sencillamente el secreto de la vida. "Palabras en el idioma extranjero", decía la carta que la tía dejaba en herencia al protagonista de El silencio: y le enseñaba a decir una, "amor". Y ésa sigue siendo, aún hoy, la clave y la respuesta.
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