La mujer lapidada

El reciente caso de Sakineh M. Ashtianí, la mujer condenada a morir lapidada en Irán acusada de adulterio, no es el primero ni, por desgracia, será el último en saltar a los medios de comunicación. En 1986, aún en tiempos del ayatolá Jomeini, otra mujer, Soraya, mereció la investigación del periodista francoiraní Freidoune Sahebjam, que en 1990 escribió La mujer lapidada, relato convertido en best seller de denuncia sobre los abusos del régimen iraní en materia legal, judicial y religiosa. La verdad de Soraya M., que llega hoy a España con dos años de retraso, pero aprovechando (den a la palabra la connotación, positiva o negativa, que ustedes deseen) el caso Sakineh, es la versión cinematográfica de aquel libro, una película con excesiva tendencia al maniqueísmo y con maneras de melodrama de lujo, que se deleita tanto en la visualización del apedreamiento que buena parte de sus premisas éticas quedan anuladas. Así, la escena cumbre vendría a ser la versión islámica de La pasión de Cristo, comparación nada gratuita pues estamos ante los mismos productores (estadounidenses).
LA VERDAD DE SORAYA M.
Dirección: Cyrus Nowrasteh.
Intérpretes: Shoreh Aghdashloo, Mozhan Marnò, Jim Caviezel, Navid Negahban.
Género: drama. EE UU, 2008.
Duración: 114 minutos.
Un largo flash-back que ocupa casi todo el metraje cuenta de manera pormenorizada el relato que la tía de la protagonista detalla a un periodista recién llegado a la aldea donde se produjo el caso. Sin embargo, como suele ser habitual en este tipo de productos, el tono panfletario sale ganador frente al verdadero conflicto moral, legal y religioso que contiene la historia, repleta de personajes monigote que no admiten el menor análisis, así que la película solo sirve para convencer a los convencidos. La conspiración en contra de Soraya es tan obvia, tan gruesa, que se olvida el que debe ser el verdadero razonamiento en contra de la pena de la lapidación: la base del asunto no es que la mujer no fuera adúltera y que falsificaran las pruebas, sino que una adúltera no puede ser condenada a ser lapidada.
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