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Reportaje:

'La naranja mecánica', utopía fílmica

Mañana con EL PAÍS, por 7,95 euros, un DVD y un libro sobre Kubrick

Javier Ocaña

Pocas veces un cúmulo de conceptos tan alejados entre sí formó un todo con semejante poder de fascinación. La ultraviolencia. El arte pop. Las drogas de diseño. La música de Beethoven. La leche. Las terapias del comportamiento basadas en la aversión. Las ropas de la época eduardiana. El erotismo fetichista. En fin, La naranja mecánica. Con la ayuda de un material previo de Anthony Burgess, publicado como novela en 1962, Stanley Kubrick volvió a conseguir algo insólito: que su película, estrenada en 1971, no se pareciese a nada filmado anteriormente. Y lo que vino después: que a pesar de múltiples ensayos, nadie haya rodado película alguna que se parezca a La naranja mecánica. Un prodigio fílmico, perturbador y luminoso, donde fondo y forma se ayudaban mutuamente para acabar constituyendo un producto de aspecto exterior discordante y funcionamiento interno abrasador.

La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, el diseño gráfico y, por supuesto, el cine se han visto influidos por la polémica película de Kubrick, la novena de una filmografía cambiante, donde cada abordaje a un nuevo género se convertía en una reinvención de las reglas que hasta entonces lo habían dirigido. En este caso, Londres era el escenario de una hiperviolenta fábula moral protagonizada por una serie de personajes que no eran sino asombrosas y deformes caricaturas. Ambientada en un futuro cercano, la historia podría enmarcarse en el género de la ciencia-ficción distópica (la distopía es una utopía negativa, en la que la realidad transcurre en unos términos radicalmente alejados de una sociedad ideal), del que también forman parte obras tan importantes como Metrópolis, Blade Runner o 1984. Aunque, más allá de su inquietante narración, son los deslumbrantes elementos que la acompañan los que hacen de La naranja mecánica una obra irrepetible. Kubrick, profesional obsesivo, capaz de controlar hasta el último detalle, supo sacar provecho de las particularidades contenidas en la novela de Burgess para acercarlas a su propio terreno. La primera, la utilización de músicas de contraste, algo que ya había demostrado en su producción anterior, 2001: una odisea del espacio (1968), al hacer bailar a una nave espacial al ritmo de un vals de Strauss. En la novela, Ludwig van Beethoven ya tenía una importancia primordial en la trama, pero sólo a Kubrick se le podía ocurrir encargar al compositor de pop Walter Carlos nuevas versiones de distintos pasajes de la Novena Sinfonía tocadas con un sintetizador electrónico. Y aún más, que éstas encajaran. O utilizar una pieza barroca como El funeral de la reina Mary, de Henry Purcell, para ilustrar el ambiente del Milkbar, donde la pandilla de jóvenes criminales se reúne para drogarse antes de sus fechorías. O mostrar una insoportable paliza al ritmo de la angelical Cantando bajo la lluvia.

"Si Kubrick no se hubiese convertido en director de cine, hubiera sido general en jefe del ejército americano", dijo Malcolm McDowell, protagonista de la cinta, tras la finalización del rodaje. Bienvenidos los tiranos cinematográficos si son capaces de construir edificios como Senderos de gloria (1957) o Teléfono rojo: ¿volamos hacia Moscú? (1964). Sobre todo para el regocijo de los espectadores, que no tenemos que sufrirlos en la fase de elaboración de sus obras de arte.

Malcom McDowell, en un fotograma de la película <i>La naranja mecánica,</i> de Stanley Kubrick.
Malcom McDowell, en un fotograma de la película La naranja mecánica, de Stanley Kubrick.
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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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