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Crítica:ESTRENO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El perdedor invencible

Sin hacer recuento de filmes que se han hecho sobre El Quijote y sus derivaciones musicales, vienen a la memoria una decena larga de intentos, casi todos decepcionantes, de sacar cine de ese libro absoluto. Casi todos estos intentos (incluido el de Welles) visten a los dos personajes medulares de la novela, Don Quijote y Sancho, con ropajes y, bajo ellos, con atributos procedentes de la iconografía creada en el XIX por Gustavo Doré. Y lo primero que choca en El caballero Don Quijote -segunda incursión de Manuel Gutiérrez Aragón en el libro- es la ruptura de esa iconografía, sobre todo por Sancho, personaje del que circula un retrato ambiental que el filme vuelve del revés y abre paso a una reinvención cinematográfica de Sancho por el actor Carlos Iglesias, que es una llave que abre la zona oscura de esta luminosa lección de cine, la más bella y limpia de cuantas proceden del inmenso Cervantes.

EL CABALLERO DON QUIJOTE

Dirección y guión: Manuel Gutiérrez Aragón, sobre el libro de Cervantes. Intérpretes: Juan Luis Galiardo, Carlos Iglesias, Santiago Ramos, Juan Diego Botto, Marta Etura, Emma Suárez. Género: drama, España, 2002. Duración: 119 minutos.

Y si vigorosa es la réplica gestual, de vivísima y diáfana estirpe realista, que Carlos Iglesias mueve ante las narices de su señor; el verbo escénico, de grave raíz romántica, con que Juan Luis Galiardo empuja y hace volar -de ahí que se eche de menos aquí el genial y muy visual episodio del vuelo de Clavileño- al formidable loco justiciero y enamorado, es literalmente arrollador. Es el de estos inventores de las caras y las voces del gran dúo cinematográfico un acto creador de empuje y estatura digna del inalcanzable soporte literario.

Y, así, la segunda -la más rica, y divertida, y formalmente la más exacta- parte del libro de Cervantes es en la película agarrada en su esencia y, mediante una sutil y sabia conversión por Gutiérrez Aragón de ideas y sucesos en imágenes, se mueve en ella, con magnífica finura humorística y empuje de vendaval de emociones, un precioso y divertido juego de amor y humor, de aventura y desventura. Y, mientras tanto, el libro sigue ahí, intacto, dentro de una pantalla inundada de cine, de puro cine.

Todo el ancho y hondo reparto que Gutiérrez Aragón mueve y engarza en el complejo trenzado del fondo de la película es perfecto. Del reparto brotan los chispazos de algunos instantes eternos, como eternos son los creados -no sólo en sus fulgurantes réplicas, sino en toda su composición- por Carlos Iglesias. Pero, frente al prodigio coral, lo que Juan Luis Galiardo desmenuza y luego va uniendo y tejiendo en su laboriosa y exacta composición, tiene el aroma de lo excepcional, esa acumulación de instantes eternos en un solo rostro que da lugar a las grandes construcciones trágicas.

Instantes eternos son aquel en que Don Quijote explica a Sancho los comportamientos de Dulcinea, y aquel en que el caballero huele a la labriega caída del burro, y aquel en que el hidalgo habla a su criado dormido, y la potentísima imagen de Don Quijote en una encrucijada de caminos, como la escena de la lectura por Quijano del libro apócrifo de Avellaneda, o el cisco de la duplicación de Quijotes, o la metáfora de la jaula de grillos y el dúo final entre caballero y escudero. Y, último eco del caballero muerto, el monólogo de Sancho en familia.

Así, escena tras escena y perorata tras perorata, Galiardo moldea -en roce y en choque funcionales con Carlos Iglesias y sus otros interlocutores- a un colosal pobre hombre, a un triste gigante de la gallardía, un tipo libre, indomable y electrizado por el don de la elocuencia, poblador de la sublime especie de los perdedores invencibles, gente terca y loca que saca elevación y orgullo incluso de un mordisco de polvo o de la indiferencia de los demás ante su desdicha. Y Galiardo mueve con apasionante sencillez complejas ramificaciones románticas del inabarcable personaje, al que sostiene con delicados y vigorosos trazos crepusculares, en una trayectoria dramática agónica no truculenta, ni retórica ni pomposa, sino llana y libre.

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