Una de pingüinos dementes

"La National Science Foundation me había invitado a la Antártida [para hacer una pelí-cula], pero yo ya les había dejado claro que no iba a rodar otra de pingüinos". Tajante, altanero, irónico, el director alemán Werner Herzog, fiel a su volcánica personalidad, lanza esta frase en el inicio de su nuevo documental, Encuentros en el fin del mundo, una interesante epopeya, a medio camino entre la aventura y el disparate, que acaba describiendo al Polo Sur nada menos que como lugar de encuentro. ¿Una paradoja? ¿Una quimera? Desde luego, si se ve desde una órbita meramente superficial. Pero también una fabulosa realidad: la de un heterogéneo plantel de seres humanos, habitantes de un lugar inhabitable con cinco meses de noche continua.
ENCUENTROS EN EL FIN DEL MUNDO
Dirección: Werner Herzog.
Género: documental. EE UU, 2007.
Duración: 99 minutos.
Un filósofo que trabaja como conductor de máquinas elevadoras; un banquero estadounidense que un buen día decidió "cambiar de ritmo de vida" y ayudar al desarrollo de un poblado guatemalteco antes de acabar en el Polo Sur; McMurdo, un lugar más parecido a una base espacial que a un pueblo, en el que sin embargo hay cafetería y cajero automático. "La Antártida ejerce una selección natural", dice uno de los protagonistas. Puede que la amplia galería de estrambóticos personajes que aparece por la película invite a pensar que sí, que la Antártida acaba seleccionando a los excéntricos (incluido el director, sempiterno poseedor de un extraño sentido de la realidad). Pero no sólo a éstos. A través de una banda sonora de tono religioso, Herzog ilustra el enérgico influjo de un lugar que otorga "la paz de una catedral".
Quizá se disperse un tanto en la parte final, y puede que la voz en off, poderosa y ególatra, tenga tanta capacidad de seducción como de repudio (algo innato en el director de Fitzcarraldo y Grizzly man), pero Encuentros en el fin del mundo no miente, es un insólito torrente de excepcionalidad. Como cuando, casi en su desenlace, posa su mirada en un pingüino. Eso sí, uno muy especial: un individualista con una rara afición por caminar en el alambre del suicidio.

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