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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El placer como abismo

Como intuyó el Ernst Lubitsch de El abanico de Lady Windermere (1925) traducir -a imágenes, a otro idioma- la escritura epigramática de Oscar Wilde es un problema... esencialmente formal. El cineasta escogió el severo camino de prescindir del verbo de Wilde en los intertítulos de su adaptación (muda) para canalizar el espíritu del escritor a través de elocuentes agudezas visuales. No fue tan retorcido Albert Lewin en El retrato de Dorian Gray (1945), la que se tiene por adaptación canónica de la que Ramón Gómez de la Serna consideraba "la novela más autobiográfica de Wilde": auténtica rara avis en el Hollywood de los cuarenta, Lewin integró aspiraciones highbrow y vocación populista en un trabajo que el paso del tiempo ha liberado de su pátina kitsch, intensificando su condición de sofisticada anomalía.

EL RETRATO DE DORIAN GRAY

Dirección: Oliver Parker.

Intérpretes: Ben Barnes, Colin Firth, Rebecca Hall, Ben Chaplin, Rachel Hurd-Wood.

Género: terror. Reino Unido, 2009. Duración: 112 minutos.

La película de Parker carece de estilo y no parece arrepentirse de ello

Basta exponerse a pocos minutos del metraje de esta nueva adaptación del clásico para darse cuenta de que Oliver Parker no se ha planteado el problema Wilde ni en los términos de Lubitsch, ni en los de Lewin. Tampoco ha sido como ese Julio Gómez de la Serna que, según su hermano, al traducir la novela respetó "el espíritu y la letra, buscando como paciente botánica el equivalente en los jardines del castellano a la flor que Wilde había puesto en tal frase o en tal descripción". Y, no obstante, cabría presuponerle al cineasta cierto amor a las fuentes: tras Un marido ideal (1999) y La importancia de llamarse Ernesto (2002), este es el tercer Wilde en la escueta filmografía del actor devenido director de la sobreabundante especie rutinaria.

Parker no se ha formulado ninguna pregunta sobre la manera de sublimar el estilo literario de Wilde en forma cinematográfica: su película no tiene estilo y no parece arrepentirse de ello. Tampoco parece haberse interrogado sobre la pertinencia de reinterpretar en presente el mito de Dorian Gray y su visión del placer como abismo: en el fondo, el cineasta parece soñar con la posibilidad de que algún adolescente despistado tome su película como la última reformulación multisalas, con algunas notas steampunk, del mito gótico-romántico que, hasta ahora, había olvidado la Universal.

El clímax, en el que el cineasta se abona a las más gastadas retóricas de un cine de terror indigno de tal nombre, da la perfecta medida del nivel de la operación. La inficionada lengua de Wilde habría encontrado su particular experiencia del límite al intentar definir esta catástrofe.

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