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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un viejo futurismo

Un año después de que la Disney estrenara Tron (1982) de Steven Lisberger, el término cyberpunk sirvió para identificar un nuevo fenómeno que extendería sus tentáculos no sólo en lo literario, sino también en prácticamente todas las parcelas de la cultura popular. No tardarían en consolidarse voces como las de Bruce Sterling, William Gibson, Greg Bear o Tom Maddox, capaces de acuñar un idioma mutante donde la terminología especializada -o el neologismo más imaginativo- podía retorcerse en busca de una elocuencia poética casi post-humana. En una escena de Tron: Legacy, que no es exactamente una secuela -estamos, más bien, ante la resurrección corporativa de un elemento de fondo de catálogo para dar forma a una franquicia-, el personaje interpretado por Jeff Bridges suelta la frase: "¡Puro jazz biodigital, tío!". Es un eco ingenuo -casi insultantemente ingenuo- del tipo de citas que un lector podía extraer de una primigenia novela cyberpunk y, junto a la presencia de Daft Punk en la banda sonora -con cameo incluido-, es, quizá, la única licencia que se permite la película del debutante Joseph Kosinsky para evidenciar que algo ha pasado en el mundo de la cibercultura entre el original y esta refulgente, aunque débil, fotocopia.

TRON: LEGACY

Dirección: Joseph Kosinsky. Intérpretes: Garrett Hedlund, Jeff Bridges, Olivia Wilde, Michael Sheen, John Hurt, James Frain, Beau Garrett.

Género: ciencia-ficción. EE UU, 2010.

Duración: 125 minutos.

La película aplica un nuevo lustre digital al mito del salón recreativo

Tron: Legacy no es, pues, la última palabra en ficción futurista que podría esperar el espectador dispuesto a creer que la trilogía The Matrix (1999-2003) -y, si me apuran, incluso la menospreciada, pero, a su modo, radical Speed Racer (2008)- no ocurrieron en balde. La película de Kosinsky aplica nuevo lustre digital a la mitología de salón recreativo del original, juega todas sus cartas al placer del reconocimiento y tiene su condición más inesperada en la nostalgia por ese pasado en que buena parte de las películas de imagen real del estudio Disney tomaban como modelo el imaginario de Julio Verne.

Entre las estéticas asépticas filokubrickianas y cierto aire de after de extrarradio para toda la familia, el mundo virtual que domina buena parte del metraje de Tron: Legacy funciona como inmaterial parque temático para nostálgicos e incondicionales de la película de Lisberger. Una obra que, en su día, logró levantar su mundo a través de una virtuosa alquimia de incipientes procesos digitales y artesanales astucias analógicas. Veintiocho años después, las motos de luz aún siguen ahí. Sería injusto no valorar el eficaz tuneo de la escena original del combate de gladiadores -que ahora se desarrolla en el interior de un estadio flotante, que parece el sueño húmedo de algún miembro del actual star-system arquitectónico- y la tonificante aportación de un combate aéreo que no logra superar el viejo modelo de La guerra de las galaxias (1977), pero aporta alguna estimable pirotecnia visual.

Incluso el uso del 3D tiene algo de rancio, con su elemental funcionalidad para distinguir el universo físico del virtual que parece aplicar a rajatabla la dialéctica entre blanco y negro y color de El mago de Oz (1939) -seguimos, como ven, con referentes demasiado venerables-. Quizá lo más llamativo de la película sea la convivencia de Jeff Bridges con un rejuvenecido avatar virtual de sí mismo: la buena noticia para el Sindicato de Actores es que el Bridges inmaterial es no sólo un intérprete mucho más limitado que su modelo, sino un auténtico titán de la sobreactuación que proporciona al conjunto abundantes momentos de comedia involuntaria.

Fotograma de <i>Tron: Legacy.</i>
Fotograma de Tron: Legacy.
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