_
_
_
_
_
crisis desde mi terraza
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

LA ATALAYA

Antes que nada, confesarles que no tengo terraza. Casi no merece ni el calificativo de balcón. Es una especie de voladizo diminuto donde apenas cabe una silla de plástico, convenientemente extraviada de la terraza del bar de abajo, y tres macetas sin plantas desde hace lustros. En temporada de verano, lo convierto en mi atalaya. La calle es recoleta, sin apenas tráfico, e invita a pasear a la sombra de unos plataneros que descargan su baba pringosa sobre las lunas de los coches y el asiento de mi moto, pero alivian el calor de los transeúntes.

Esa tranquilidad y la buena acústica natural de la zona permiten escuchar perfectamente retazos de las conversaciones de los paseantes. De un tiempo a esta parte, las actitudes han cambiado. Muchos de ellos se han vuelto huidizos cuando no directamente huraños. Antes utilizaban el tradicional gancho del perro o del bebé para toparse y entablar conversación. Tras los saludos protocolarios "Yo ya no le doy carne cruda" o "No veas cómo me crece" (intercambiables entre perro y niño, como se ve), comentaban la vida social del barrio, con especial fijación en cuernos y divorcios, todo en un tono frivolón y porteril, sí, pero sin maldad.

Ahora los vecinos tienen casi que chocarse para dirigirse la palabra. Siguen teniendo canes y bebés pero los utilizan como parapetos y hasta como armas. Se aíslan dejando correr esas interminables correas elásticas que sus perrillos llevan atadas al cuello, dividiendo la acera y provocando tropezones y fracturas de pelvis por doquier. O se hacen paso con esos enormes carros de bebé, verdaderos transformers infantiles, que se despliegan y se contraen convirtiéndose alternativamente en cunas o Ferraris. Si ya no tienen más remedio que charlar, atacan invariablemente el tema por el lado de la estrechez económica: "Cada día me cuesta más mantenerlo, un dineral, entre potitos y pañales". "Pues a mí se me va la nómina en las vacunas, el antiparásito y el veterinario de mi hociquito". Luego se ocupan de las separaciones. No ha lugar a la crónica rosa. Se impone la crónica laboral. "No me extraña que acabaran así. A ella le habían reducido la jornada, y a él le pilló el ERE. Y lo del pan y la cebolla ya no funciona".

No tengo ninguna explicación para estos cambios. Ni para los gritos furiosos que a veces se escapan de ventanas encendidas en plena noche. Dicen que es la crisis, que amarga los carácteres. No lo sé. Yo sólo miro desde mi atalaya. El otro día un adolescente me sorprendió observándole y le dijo a su novia elevando la vista: "Mira, un raro". Pues eso.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_