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Restitución de la memoria

Se cumple ahora un año desde que la ministra de Educación y Cultura, Esperanza Aguirre, recibiera de manos de Carmen Franco tres cuadernos de los diarios escritos por Manuel Azaña durante los años en que fue presidente del Gobierno de la República. Robados por el vicecónsul en Ginebra, Antonio Espinosa, y mutilados por un antiguo redactor de El Debate, Joaquín Arrarás, algunos fragmentos fueron publicados en 1937 en las páginas de Abc de Sevilla con objeto de encizañar las relaciones de Azaña con otros políticos republicanos y denigrar a su autor como ya lo venía haciendo la prensa católica y monárquica desde los años en que fueron escritos. Su devolución y su publicación íntegra constituye, pues, un acto de restitución de la memoria de Azaña, víctima de los mayores insultos y de algunos estereotipos que le persiguen hasta el día de hoy.Uno de los más resistentes fue el construido por la prensa de derechas que lo presentó como la encarnación diabólica de la anti-España, guiado por el odio ciego a las dos grandes instituciones de las que dependía la unidad de la patria: el Ejército y la Iglesia. Rencoroso, oscuro, afrancesado, dominado por inconfesables pasiones, Azaña se habría propuesto destruir la patria triturando el Ejército y desarraigando de los corazones infantiles la fe cristiana. Pero la imagen heredada de Azaña no nos ha llegado únicamente de la reacción católica y monárquica. Un segundo estereotipo destinado a gozar de similar fortuna encontró sus más fervientes cultivadores entre dirigentes republicanos del Partido Radical que atacaron a su antiguo coligado como un déspota aferrado al poder. Intransigente, rígido, dogmático, la imagen del político despótico fue propalada por algunos de sus contertulios de los años veinte y revitalizada luego por Salvador de Madariaga, que sitúó el origen de la guerra civil en una decisión tomada por Azaña en diciembre de 1931. Es curioso que una mezcla de esos dos fantasmas retorne intermitente a la vida de la mano de distinguidos historiadores que todo lo explican por sus odios ciegos o que atribuyen a su carácter el hundimiento de la democracia y a sus carencias como político democrático la catástrofe en que acabó el régimen republicano.

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Si tales son algunos de los juicios que Azaña ha cosechado de relevantes historiadores, del lado de publicistas y divulgadores las cosas adquirieron tintes morbosos: "Oscuro funcionario enloquecido de soberbia y amoratado de rencor en su manía persecutoria", escribía César González Ruano equiparándolo por sus "insobornables complejos" a un "monstruo". Ése fue el Azaña que nos mostraron de niños y adolescentes si por azar en las clases de formación del espíritu nacional o de historia de España se alcanzaba a hablar de aquel republicano cobardón, marioneta de los comunistas. Cuando no destinado al olvido, para lo que se llegó al ridículo de borrar el nombre de Azaña de la Sagra del nomenclátor de municipios de España, su memoria quedó condenada al oprobio del que la edición espuria de estos cuadernos fue como el epítome.

Solamente las generaciones que ahora nacen, escribía Azaña en plena guerra civil, "podrán comprender lo que todo esto significa de malaventura y perdición". Trabajo nos ha costado, bajo la losa del oprobio y del silencio que cayó sobre los vencidos al terminar la guerra, abrirnos paso hacia atrás, hacia un pasado del que las huellas fueron brutalmente emborronadas y la memoria aniquilada, para intentar entender la sima por la que rodaron en 1936 tantos cientos de miles de cadáveres. Quizá nuestra generación, porque afectó dramáticamente a la de nuestros padres, haya tardado en comprender toda la profundidad de aquella malaventura, pero sabe desde muy pronto lo que significó de perdición. Los vencedores pisotearon aquel pasado, lo ocultaron, y abrieron a nuestras espaldas un vacío por el que desapareció no sólo la tradición democrática llegada a efímero esplendor con la República, sino, con ella, y condenada al mismo oprobio, la tradición liberal que había alimentado 50 años de Monarquía constitucional.

Laboriosamente, hemos ido descubriendo y poniendo en valor las huellas de nuestras tradiciones liberal y democrática. No ha sido fácil ni es seguro que la tarea haya culminado con éxito, pero ese pasado que los vencedores de la guerra civil desearon haber borrado para siempre de nuestra conciencia ha ido recuperando sus contornos gracias al trabajo de nuevas generaciones de historiadores, más alejadas que nosotros de aquella malaventura. Ellos han levantado la losa de fatalidad que había caído sobre nuestra conciencia histórica y, lejos de la tentación de juzgar el pasado para buscar a quién absolver y a quién condenar, han intentado conocerlo y comprenderlo, esforzándose por situar en su circunstancia específica a los diversos actores. Una historia comprensiva se ha acabado por imponer a una historia vindicativa: todo ese pasado nos pertenece, nada de él puede ni debe ser excluido, silenciado, ocultado.

En esa labor de incorporación del pasado a nuestra conciencia histórica, la publicación de estos cuadernos constituye un jalón fundamental porque permite completar la inmensa obra político-literaria del más lúcido testigo de la política española de los años treinta. Desde la presidencia del Gobierno Azaña pretendió encauzar el gran estallido de expectativas que acompañó a la proclamación de la República; cinco años después, desde la presidencia de la misma República, Azaña permaneció como desolado testigo del "horrendo crimen" de la rebelión militar.

Hay que leer a Azaña, pues en él se resumen la grandeza, las limitaciones, los errores y la desventura de la generación de españoles que llegó a su mocedad en tiempos del Desastre, que protagonizó una renovación de las artes, las letras y las ciencias sin igual en nuestra historia, que alcanzó el poder político con el propósito de impulsar la incorporación de España a la corriente general de la civilización europea, y que acabó machacada y destruida sin piedad. En el empeño de restituir la memoria de aquella generación, no debería pasar mucho tiempo sin que fuera posible proceder a una edición de la totalidad de la obra de Azaña, hoy agotada, dispersa y en no pocas de sus piezas todavía inédita. La publicación de los cuadernos robados, en sí misma valiosa porque restituye la integridad de los diarios, debe suponer un impulso para que sin demoras ni trabas de ningún tipo se emprenda la edición de toda la obra de Manuel Azaña, insustituible para reconstruir la memoria de este siglo español que ahora entra en sus últimos años.

Santos Juliá es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la UNED. Éste es el texto de su intervención durante el acto de presentación de anoche.

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