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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Agua de los poetas

Juan Cruz

En junio de 1951 -o cualquier mes de ese año- Rafael Azcona, que ahora es guionista de cine, hombre de pelo crespo y de ingenio abundante y a veces secreto, vitalista humilde, uno de los personajes más apasionantes que dio este país en medio siglo, llegaba al Café Valera a escribir versos tristes, porque allí estaba cálido el ambiente, no te echaban, había aquelarres y, por lo menos, te daban agua".No fue gratis que dieran agua; un día hubo una refriega porque a un poeta se le ocurrió pedir un vaso de agua; no tenía para coñac, ni para café, así que pidió un vaso de agua. Se lo negaron. Fue tal la trifulca que se organizó que tuvo que intervenir el dueño que. dijo, con una solemnidad que Azcona mantiene entre sus mejores recuerdos personales: "A partir de ahora los poetas pueden pedir agua".

Iban allí a perder el tiempo los poetas, o a ganarlo, según les salieran los versos. Iba mucho Mingote, que era militar todavía de pequeña graduación y que fue quien le salvó la vida de consumidor de agua al que luego iba a ser el autor literario de El verdugo, El pisito y tantas películas de este cine español. Fue Mingote el que llevó a Azcona a La Codorniz. "Hombre, ¿por qué haces esos versos tan tristes?, debió decirle Mingote". "Pues -sería la respuesta de Azcona- porque no bebo sino agua".

Entonces le invitó a escribir en la revista y así no tuvo más remedio que descubrir ante el mundo -y acaso ante sí mismo- la capacidad humorística que ha hecho de su presencia -y de su escritura- un placer que sus amigos disfrutan, pero que el público desconoce: cuando le hacen agasajos desaparece e incluso le hicieron un homenaje en Logroño, su tierra, y pidió a Josefina Aldecoa, que hiciera de él.

Hay una anécdota sublime de Azcona que hay que contar para que quedé así y que luego no se cuente diciendo que un día de otoño de los primeros años sesenta este logroñés atacó con éxito la Embajada norteamericana en Roma con su flota de aviones apócrifos.

La pasión por hacer volar los aviones -de papel, naturalmente- se la contagió a Rafael Azcona el humorista Tono, que era un genio. Lo hacían para perder el tiempo, que antes duraba más; Tono era muy manazas, pero conservaba contra viento y marea su pasión por hacer volar aviones dé papel. Allí, en casa de Mingote, hacían monotipos maravillosos, coloreados, y luego los lanzaban al aire con la fortuna del Alcoyano. Una vez, incluso, fue tan hábil Tono en su invención de papel que realizó un prototipo de papel que parecía de plomo y que, como tal, cayó, pesado y hundido, al piso de la calle, como si arrastrara treinta kilos en su lomo roto.

Para perder el tiempo una vez se tendió en un solar a ver pasar las hormigas. No fue inútil su investigación: observó entonces que las hormigas son seres vivos extremadamente finos, de olfato y de gusto, pues él les ofrecía jamón de cualquier clase y sólo se detenían en el jamón de Jabugo, porque era el mejor. Mingote debió conocer esa querencia de Azcona por observar la vida de las hormigas, porque un día dibujé un chiste en Abc que era magnífico. Se titulaba Tranquilidad y representaba a un hombre, probablemente como Azcona, tendido en el suelo, viendo hormigas. La leyenda ponía esto en boca del hombre: "Mil una, mil dos, mil tres...".

Por perder el tiempo, pues, Azcona se subió un día de otoño de los primeros años sesenta al último piso del hotel Ambasciatore de Roma. Llevaba un paquete de quinientos folios, con los que debía escribir el guión de una película que luego se llamaría La abeja reina. Pero no se puso a escribir el guión, sino que empezó a hacer aviones de papel que se estrellaban sin suerte alguna contra el suelo, como los aviones célebres de Tono. Hasta que consumió 200 folios, Azcona no consiguió que uno de esos aviones de papel sobrevolara la Embajada norteamericana, que estaba en frente de su hotel.

El aparato voló durante 17 minutos. Fue, dice Azcona ahora a los amigos, el instante más feliz de su vida, el momento más glorioso de su lucha por perder el tiempo.

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