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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Americanos inquietos

Fernando Savater

Con motivo del fallecimiento de Dennis Hopper -que a fin de cuentas no ha muerto de cirrosis o sobredosis, sino de cáncer de próstata como usted o como yo- es buen momento para recordar al easy rider original de la narración americana, Jack Kerouac. El original de En la carretera, ahora rescatado en buena traducción as usual de Jesús Zulaika por Anagrama, fue mecanografiado como un párrafo único de una extensión equivalente a 400 páginas en un larguísimo rollo continuo de papel ajustado al carro de la máquina (muchos años después Juan Benet hizo algo parecido en Una meditación). Esta versión no disfraza los verdaderos nombres de los protagonistas -Neal Cassady, Allen Ginsberg, William Borroughs, etcétera...- ni alivia con puntos y aparte el vértigo rítmico del relato, como en el texto oficial que se editó. Lo leí -lo leímos- hace más de 30 años y ahora volvemos a encontrarlo todo, pero mejor: la agobiante celeridad del vagabundeo, la fascinación por el príncipe que más destroza y menos retiene, las largas veladas incómodas y borrachas, la inquietud del deseo que casi nunca se remansa en goce, las chicas que se desvanecen con los demás, los chicos que se descuelgan, la vida como pasmo y perdición.

A mí me parece haber estado también hace años en la carretera, al modo de Jack Kerouac

También Anagrama publica como complemento Kerouac en la carretera, una gavilla de ensayos de Howard Cunnell y otros que procuran ilustrar aspectos de ese libro clásico del pasado siglo -quizá aún más en lo vital que en lo meramente literario- así como aspectos históricos y biográficos de la generación beat en que se encuadra. Sin dudar de su interés para los más fanáticos del autor y sus amigos, a mí me resulta más significativo como complemento otro libro autobiográfico de un coetáneo: Quemar los días (Salamandra), de James Salter, que nació tres años después de Kerouac y publicó estas especialísimas memorias en 1997, cuando el beat llevaba ya casi 30 muerto.

En Quemar los días Salter recuerda fugazmente a Kerouac como un ex alumno que venía ocasionalmente para reforzar en los partidos importantes el equipo de fútbol americano de su colegio en Riverdale, "fornido y veloz, paticorto, parecía una especie de matón. Para recibir una pelota se echaba atrás y una vez la tenía salía disparado como una flecha". La sorpresa fue que el aguerrido jugador también mandaba de vez en cuando relatos literarios a la revista colegial... Salter no habló nunca con él, le admiraba de lejos. La trayectoria biográfica que cuenta en Quemar los días es mucho menos localista que la de Kerouac y evidentemente menos autodestructiva: termina asegurando "su gran deseo de seguir viviendo" y por el momento lo consigue, ya con 85 años. Su relato es cándido y lírico, aventurero, rico en batallas aéreas sobre los cielos de Corea y de fascinación por Europa: Francia, Inglaterra, Italia... Se cruza con muchos hombres más o menos conocidos (también Dennis Hopper aparece un instante, aunque para mal) y con aún más mujeres, a las que visita y rememora con envidiable entusiasmo carnal. Otro tipo de inquietud, menos obsesiva que la de los beat y literariamente más lograda, aunque quizá menos intensa y emocionante.

A pesar de la enorme distancia en el tiempo y el espacio, a mí me parece haber estado también hace muchos años en la carretera, al modo de Jack Kerouac. Siento mucha más desazón que nostalgia al rememorarlo. Fue casi una pesadilla, pero necesaria: la vacuna contra cualquier solemnidad de lo respetable. No el alocamiento previo a convertirse en persona de provecho, sino el entrenamiento para no llegar a serlo jamás. Nadie nunca me quitará de la cabeza ese concepto anticuado y probablemente estéril de que en ello, y en lograr sobrevivir a ello, consiste el encanto aciago de la juventud.

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