Apoteosis del 'petting'
En la prehistoria del sexo, allá por los años 50 y anteriores, cuando el uso habitual de métodos anticonceptivos era un asunto de la ciencia ficción, las formas de mal cumplir con el ronco imperativo paterno del pásalo bien con la chica, muchacho, pero que no se te ocurra dejarla embarazada se materializaban, con un deje preuniversitario norteamericano, en el llamado petting.Es esta práctica, o antipráctica, erótica algo que se puede maltraducir al castellano de acera y colilla como meterse mano o darse el lote, pero que, si afilamos un poco el lápiz del idioma, se podría dibujar con una variante susurrada en voz baja de aquel mismo imperativo paterno: todo está permitido en la cama, muchacho, salvo la penetración.
Admiradora secreta
Director: David Greenwalt. Norteamericana, 1985. Intérpretes: C. Thomas Howell, Lori Laughlin, Fred Ward. Estreno en Madrid: cines Proyecciones y Tívoli.
Eran cosas de aquella prehistoria, asuntos amatorios de dinosaurios, de cuando Ronald Reagan hacía de pistolero, de teniente de la US Navy o de pastor metodista, y no era nada. Pero, cuando ha dejado en buena hora su antiguo oficio y se ha convertido en alguien, sus jóvenes colegas de Hollywood vuelven a aquel su espíritu y, tras decenios de sexo explícito, sus comedias siguen por los caminos de la explicitud, pero esta vez no del sexo, sino de su negación.
Efectivamente, en Admiradora secreta, último y triste especimen del glorioso género, se producen no menos de veinte encamamientos, acrobacias fálicas en automóvil o coitos ortodoxos unos vistos y otros aludidos, y -rotunda estadística- en ni una sola ocasión se produce penetración. ¿Estamos ante una consecuencia más de la moral del regreso al futuro, o del progreso al pasado, que para el caso es lo mismo, en la que los Estados Unidos intentan recuperar prehistóricas costumbres, petting incluido? Eso parece.
Rituales represivos
Admiradora secreta es un revoltijo tonto-rosa de equívocos a granel de este signo. Se vuelven a ver en ella aquellas escenas amatorias rituales, que creíamos ya perdidas, sobre la iniciación sexual de los jóvenes norteamericanos en en interior de un coche aparcado en la plataforma de una colina y sobre las cuadrículas de luces de su ciudad. Pero en el nuevo engendro se producen curiosas diferencias: en las mismas escenas de hace 20 o 30 años no había pechos al aire, mientras que en Admiradora secreta los hay; en aquéllas todo se diluía en un módico beso fundido en negro, mientras que en Admiradora secreta los besuqueos motorizados se prolongan en tortuosos y caníbales tornilleos.Por otra parte, en aquéllas había un cursilón pudor verbal, mientras que en Admiradora secreta se oyen frases -reproducimos abrumada y aproximadamente- de esta noble estirpe: "No quiero hamburguesa: si como pan, luego me tiro pedos" o "Chico, esa revista no es para leer, sino para hacerse pajas" o "Mierda, le está tocando el culo; esa mano debería ser la mía" o, para rizar el rizo, esta advertencia de un padre al novio de su hija, novísima y original variante al yerno del represivo imperativo paterno tradicional: "Tienes el brazo fuerte, muchacho. Debe de ser de lo que te la machacas. Pero te advierto que, si dejas embarazada a mi hija, te volaré el pito de un tiro".
Y así ad nauseam. Pero estas lindezas parciales lo son efectivamente si se las compara con la lindeza general del filme en cuanto tal, pues éste no es que sea malo, sino que es pésimo. La mecánica de los equívocos es tan burda, tan elemental, tan carente de gracia que sus protagonistas sólo pueden ser gente obtusa, tontos de baba, solemnes subnormales. Y mal pueden elevar al espectador quienes no tiene vuelos para elevarse a sí mismos.
Admiradora secreta debe tener algún interés para los patólogos, pero ninguno para los amantes del cine, que suelen ser gente que necesita películas francas, que les dejen penetrar en la pantalla, no que les frenen y no alcancen otra cosa que un aburrido petting visual con ella.
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