"Culpable es sólo una palabra
Powell y Smith disparan sobre dos policías de Los Angeles, en un campo de cebollas. Uno lo hace porque conoce a medias la famosa ley Lindbergh, según la cual el rapto con daño físico lleva a la cámara de gas; el otro, por nerviosismo y pánico, que le vienen de lejos y desde su color. Uno de los dos agentes muere en el acto; el otro, con el recuerdo de esa noche convertido en pesadilla, unido a las acusaciones veladas de sus compañeros, acaba fuera del cuerpo.Si la historia no fuera verdadera resultaría de igual modo apasionante, no por su valor en sí, sino por la técnica precisa, impecable, que sólo el cine americano sabe imponer a tales muestras de cine negro auténtico. No hay en ella escenas sádicas, ni salvajes guardianes, ni asesinos cerebrales o perversos; solamente el miedo mutuo en verdugos y víctimas, en una noche que supone el momento fundamental de la película. La primera parte, con la presentación de los cuatro personajes, dos a favor de la ley, dos dispuestos a olvidarla, empeñados en robos de pequeña monta, está realizada con un rigor y precisión que sigue muy de cerca la novela. La segunda, los siete largos años que van desde la captura de los dos asesinos hasta el segundo juicio, tras del primero que les declaró culpables, profundiza en la aventura y consecuencias de una ley no del todo explícita y en la capacidad de arrastrar a un jurado entre impresionable y temeroso, a fallos discutibles. La incapacidad del policía testigo para volver a declarar viene a ser causa fundamental de que los dos asesinos salven la vida gracias a los consejos de un compañero que mata sus ocios estudiando código para ponerla a su favor y evitar la condena.
El campo de cebollas
Dirección: Harold Becker.Argumento-guión: Joseph Wambaugh. Según la novela del mismo. Fotografía: Charles Rosher. Música: Emir Deodato. Intérpretes. John Sayage, James Wood, Franklyn Sales, Ted Danson, Ronny Cox, David Huffman. EE UU. 1979. Negra. Local de estreno: Capitol.
Toda esta segunda mitad, con su entierro del policía irlandés ante la madre erguida y la mujer que llora cuando le entregan la bandera, está tratada por el realizador con una mezcla de respeto e ironía, de igual modo que el desenlace en el que se mezclan la vida de prisión con escenas más o menos felices según cómo se entiendan. Harold Becker ha dotado de unas imágenes sombrías a veces, en otras amables a conciencia. Crimen y ambiente aparecen medidos, mas por encima de Karl Hellinger, la pareja de asesinos queda a la postre como siempre, en la memoria de los espectadores. Su juego brillante, más allá del bien y del mal, de la amistad y el frío oportunismo, responde a cuanto dice la novela. Ambos vienen a ser pieza fundamental de este juego macabro, suicida y complicado que, en una noche y sin saber muy bien por qué, llevó a dos modestos delincuentes a los anales del crimen americano.
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