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La voz humana

Antonio Muñoz Molina

Leemos siempre en silencio y se nos olvida que en su origen lo que ahora llamamos literatura fue sobre todo una voz, no un mensaje de tipografía cifrado y oculto en el interior de los libros, sino algo que sucedía en voz alta y desde luego nunca en soledad, que resonaba en plazas públicas, en aulas, en grandes cocinas con el fuego encendido, o de noche, en torno a una mesa camilla, bajo la luz de una lámpara escasa. En la escuela primaria a la que yo asistí nos enseñaban el arte antiguo y perdido de leer en voz alta, arte que a los pertinaces pedagogos de ahora sin duda les parecerá ridículo, pero que a nosotros nos acostumbraba a la materialidad de las palabras del idioma y a las cualidades de entonación y respiración de la sintaxis, además de permitirnos la misteriosa inmersión en lo imaginario que algunas veces consigue por sí solo el metal de una voz.Sábado tras sábado, a lo largo del invierno lúgubre en que estudié segundo de bachillerato, un profesor benévolo nos hacía leer por turnos de unas cuantas páginas las aventuras del Conde de Montecristo, y el ejemplar único y maltratado de aquel libro se multiplicaba por efecto de la voz humana en tantas novelas como alumnos escuchábamos la lectura. Como esos juegos ópticos en los que una lámina mirada con fijeza y a una distancia gradual se transmuta inadvertidamente en otra cosa, en un fantástico espacio tridimensional, así la atención con que uno escuchaba la lectura se convertía primero en ensimismamiento y luego en pura hipnosis, de modo que la voz conocida y sus torpezas habituales desaparecían y el aula del colegio quedaba despojada de su gravitación opresiva sobre nuestros hombros y nucas de escolares largo tiempo encerrados.

Hay una Arcadia infantil de los libros que es aquella en la que el niño ya sabe lo que son y disfruta de ellos, pero aún no ha aprendido a leer, y goza de la lectura a través de la voz del adulto en la que reviven cada noche para él las palabras y las fábulas, en ese, reino confortable de la cama, la lámpara y la vecindad del sueño. La voz se aleja, se va disgregando en la dulzura densa de dormir, donde también se pierden las peripecias del libro, y es posible que de aquella felicidad nos venga a algunos la afición suprema de leer en la cama y la nostalgia de abrir los libros queriendo escuchar en cada uno de ellos una voz. A las personas mayores una de las cosas que más les asombraban de la televisión era que los locutores de los telediarios pudieran seguir leyendo en voz alta mientras apartaban los ojos del papel para mirar a la cámara. Pero más extraño aún era ver que alguien leía en silencio. A la errática erudición de Borges le debemos la noticia del asombro con que san Agustín, en el siglo IV, veía leer al patriarca san Ambrosio sin que la voz de éste se escuchara, lo cual le parecía un hecho prodigioso, y sin duda lo era porque no hay constancia de que nadie lo hubiera presenciado hasta entonces.

La alianza entre la palabra escrita, la soledad y el silencio se ha vuelto, inquebrantable. Ya no sabemos leer en voz alta, nos da vergüenza o no tenemos quien nos escuche. En un poema de García Lorca que sólo cobra su plena belleza si se lee a viva voz el amante le pide a su amor que le escriba: lo que hay que pedir es que nos lean, y que sean las voces que más nos importan las que rescaten las palabras de ese mutismo y ese letargo de los libros, y del mismo modo que se regala una novela habría que regalar unos minutos de lectura, de conversación íntima en la que las palabras que se dicen y se escuchan fueron escritas hace tiempo por otro, una tercera presencia o tercera persona que se encarna en la voz del lector.

De esas voces la más admirable que yo conozco es la de Fernando Fernán-Gómez. Hace más de 10 años en Granada, en la penumbra de un escenario en el que estaba él solo, yo vi a Fernán-Gómez leer con la voz de Don Quijote y también con la de Quevedo y la de Fray Luis y la de Vicente Aleixandre. En el escenario no había nada más que un atril, y junto a él un vaso de agua. Fernando Fernán-Gómez vestía una ropa oscura y común y pasaba las páginas como si fueran las de una partitura, y todo el espacio de aquel auditorio en el que uno estaba acostumbrado a ver orquestas sinfónicas y bandas tumultuosas de jazz ahora lo ocupaba únicamente la presencia alta y sola de un hombre, los gestos sobrios de sus manos y el prodigio de su voz. Una voz honda, ruda, matizada, gastada y ennoblecida por el tiempo como los rasgos de una cara, con esa sugestión de materia y concavidad que tiene un contrabajo, un violonchelo, un saxo barítono, una voz que parecía hecha para resonar en bóvedas de iglesias o entre el humo y los espejos de los cafés, o de noche, en mitad de un bosque, cerca de una hoguera encendida, en la majada donde Don Quijote de la Mancha pronuncia para unos pocos pastores analfabetos y somnolientos el discurso de la Edad de Oro, que es el discurso más memorable de nuestra literatura: "Dichosa edad y dichosos siglos aquellos...". Ahora Fernando Fernán-Gómez acaba de leer para una colección de audiolibros que inaugura Alfaguara la que sin duda es su mejor novela, El viaje a ninguna parte, y al poner la cinta y escuchar en el silencio de mi casa esa voz el libro cobra para mí su condición más verdadera de experiencia vivida y contada. Oyendo las aventuras de esos cómicos fracasados por un sórdido país de posguerra esteparia me quedo tan hechizado como si el personaje que habla me las estuviera contando personalmente a mí, igual que aquella noche de su recital en Granada la voz de Fernán-Gómez era la de Cervantes y la de Don Quijote y yo lo escuchaba declamar sobre la Edad de Oro con el mismo asombro y reverencia que los cabreros al hidalgo lunático. El teatro era un bosque de encinas, y la noche una noche quieta y oscura de julio, una de aquellas noches de los veranos de la infancia en las que ya amábamos la literatura sin saber que existiera: nos quedábamos hasta muy tarde al fresco de la calle y sólo deseábamos que no nos mandaran a acostarnos y que los mayores siguieran contando historias en voz alta.

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