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Otoño Brecht

Antonio Muñoz Molina

Hay de pronto como un revival inopinado de Bertolt -Brecht, de quien nadie parecía acordarse mucho en los últimos años, y junto a la visita que se anuncia del Berliner Ensemble se estrenan simultáneamente en Madrid dos piezas teatrales, Terror y miseria del Tercer Reich y la que antes se llamaba La resistible ascensión de Arturo Ui, ascensión que de resistiblé se ha convertido en evitable, atinque algunas persónas, la noche del estreno, de lo que la calificaban con prudencia y en voz baja al salir del teatro era de insoportable. Siempre es aleccionador, aunque también un poco humillante, comprobar que se pertenece a una generación, a un cierto grupo social, que las peripecias personales, los gustos y las reacciones de uno carecen en gran parte de singularidad, y se repiten más o menos idénticas en un cierto número de conocidos y desconocidos. Cualquiera de nosotros es menos un individuo que un ejemplo sociológico: la otra noche, en el teatro donde se estrenaba Arturo Ui, no me costaba nada identificar entre el público a personas aproximadamente de mi misma generacion y de un perfil ideológico parecido al mío, y estaba seguro de que para casi todas ellas Bertolt Brecht había sido hace 20 años una figura obligatoria de culto, una especie de santo con todos los atributos visuales de las estampas católicas de la santidad, la vida ejemplar y las gafas redondas y la chaqueta negra, austera y proletaria.Más que un autor teatral, Brecht era entonces una mitología y una ortodoxia, la mitología del artista que sirve disciplinadamente al partido y. a la revolución y la ortodoxia del teatro épico, que era la antítesis absoluta del teatro burgués y de la cultura burguesa y desterraba para siempre toda blandura y toda niebla sentimental, toda concesión al psicologismo o a las emociones turbias del melodrama. El teatro épico, siendo revolucionario, era también didáctico sin la menor trampa de ambigüedad o de pudor, porque no buscaba, como el malhadado teatro burgués, el aturdimiento y la alineación del público, sino la explicación de los hechos históricos y el cambio radical de las circunstancias sociales.

Intento acordarme ahora de la jerga de entonces y lo que mas me asombra no es la probable arbitrariedad de aquellas convicciones tan universalmente acatadas, sino el dogmatismo inflexible con que se ejercían. No era sólo que las obras y las ideas teatrales de Brecht, fuesen mejores que las de cualquier otro autor, vivo o muerto: era que cancelaban y abolían toda otra forma de expresión teatral, convertida en infamante quincalla burguesa o modificada hasta el extremo de la desfiguración para ajustarla a los mandamientos de didactismo y frialdad del teatro épico. El Valle-Inclán de Luces de Bohemia, que tiene una vitalidad deslenguada y popular de sainete y una furia de predicador libertario o de profeta alucinado del Antiguo Tesiamento, yo lo he visto enfriado, germanizado, solemnizado, agrisado, para que se ahormara a los preceptos de Brecht.

Imagino que el otro día, durante la representación del Arturo Ui a la que yo asistí, otros espectadores se acordaban de las mismas cosas que yo y confrontaban con cierta melancolía los rígidos entusiasmos y las excomuniones de entonces con lo que estaban viendo sobre el escenario: máscaras, figurines previsibles de gánsteres, de millonarios, de golfas de cabaret, gestos de muñecos articulados, gritos, oportunos carteles que al final de cada escena explicaban el significado de lo que acabábamos de ver, por si acaso algún. miembro del público era tan lerdo como para no darse cuenta de que el Chicago de la obra era la Alemania de Weimar, y el trust de la coliflor la oligarquía terrateniente e industrial, y los gánsteres los nazis, y Dullfeet Döllfuss, y Arturo Ui Adolfo Hitler...

Hace tiempo que no leo Madre Coraje o Galileo Galilei, que a los 20 años, cuando me imaginaba románticamente a mí mismo como un futuro autor de teatro épico, me impresionaron más allá de cualquier coacción ideológica. Vista ahora sobre un escenario, la resistible o evitable ascensión de Arturo Ui se ha convertido en un tebeo plano pero su didactismo no ofende ya por lo burdo o lo simple, sino por lo falso. De pronto me di cuenta, mientras remontaba como podía el aburrimiento, que lo que me desgarraba sobre todo era una mentira, una trampa ideológica.

Brecht cuenta el ascenso del nazismo como el simple resultado de un acuerdo entre los gánsteres y los ricos, como una consecuencia natural de la venalidad del Estado, de la hipocresía de la democracia: escribía contra los nazis en 1941 cuando ya se había roto el pacto entre Hitler y Stalin, y al presentar esa entrega incondicional de los multimillonarios, los tenderos y los gobernantes, a la dictadura de los pistoleros ocultaba interesadamente los hechos sin los cuales la historia se vuelve mentira. El primero, que la República de Weimar no era el Estado bárbaro y corrupto de la oligarquia, sino un régimen democrático que en circunstancias imposibles estableció un modelo de legalidad y llevó a cabo una serie de valiosas reformas sociales; el segundo, que los nazis no estaban solos en su agresion contra las libertades, ni tuvieron siempre como únicos aliados a los plutócratas: el partido comunista alemán, en el que militaba Brecht, no tuvo escrúpulos en unir sus fuerzas sindicales y parlamentarias a las de Hitler cuando le vino bien a su estrategia política, y el precio atroz que pagó luego no lo disculpa de su irresponsabilidad, de su sectarismo desastroso, pues al perder la democracia formal que despreciaban tanto muchos comunistas perdieron la vida. Se dice siempre que esta obra es una advertencia sobre la escalada del totalitarismo, pero cualquier libro de historia resulta más aleccionador y más útil. Yo encontré, si acaso, la noche del estreno, una advertencia retrospectiva sobre la facilidad con que puedan abrazarse ciertos dogmas singularmente tóxicos, sobre la rapidez y hasta la crueldad con que el paso del tiempo convierte en antigualla lo que nada pareció más nuevo.

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