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El gran referente del cine español | Recuerdos desde la amistad
Columna
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Caos inteligente

Manuel Vicent

Luis García Berlanga se definió a sí mismo como un anarquista burgués independiente. En el fondo esta etiqueta no era más que otro de sus juegos, porque Berlanga en vida se divirtió mucho más enmascarándose que haciendo películas. A la hora de definirlo, ahora que ha muerto, nadie sabe decir si se trataba de un tipo holgazán o trabajador, casto o erotómano, despierto o despistado, activo o abúlico, esnob o fallero. Pudo ser todo eso a la vez, pero su cine no admite discusión. Partiendo de los sainetes del valenciano Escalante, en apariencia Berlanga se propuso en cada rodaje montar un pequeño circo rodeado de amigos de confianza, a la manera de un capricho de señorito, que al final dio como resultado la creación un mundo propio, inteligente, fresco e intuitivo, entre la sátira risueña y el sarcasmo negro.

Era valenciano, más allá de la lata que daba con las paellas y el punto del arroz
Ser libre dentro de la confusión, esa era su verdadera obra de arte
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Esto parece de Berlanga, dice la gente, ante cualquier caso surrealista, dramático y al mismo tiempo divertido. No es nada fácil crear unos personajes a los que uno reconoce en la calle. Ser amo y señor de unas criaturas es un privilegio que solo se da en el paraíso. En realidad Dios creó al hombre solo para divertirse. Ese parece haber sido también el propósito de Luis García Berlanga al hacer cine, naturalmente echando mano de un principio egoísta que en este cineasta ha sido fundamental: para que el espectador lo pase bien, primero tengo que divertirme yo.

Por otra parte el talento de Berlanga radicaba en el caos y en esto se notaba que era valenciano, más allá de la lata que daba con las paellas y el punto del arroz. Convertir el caos en inspiración: eso es exactamente el Mediterráneo. Ser libre dentro de la confusión y dar la apariencia de un exceso cuando se está atado a una férrea disciplina. Esa ha sido su obra de arte.

Más allá del cine, Luis García Berlanga era un señor vestido a la inglesa, con pantalón de franela gris, chaqueta de espiguilla y cabeza romanizada con barba blanca. No se trataba de un valenciano de pie blando afincado en la desfachatada felicidad del regadío, sino un rico del secano, propietario de pinares, fincas de pantano, un bienestar maderero con talas periódicas, que le había permitido vivir en Somosaguas cuando el resto de sus colegas iba lampando bocadillos de boquerones por las tabernas.

En su vida privada Berlanga también se había fabricado un diseño. Hoy en el cine cualquier tipo duro de verdad al besar a la amante le arranca la lengua de un mordisco y la echa al gato, pero Berlanga todavía llamaba bajar al infierno a ese juego erótico tan antiguo de las medias negras sin costura y los zapatos con tacones de aguja. Y aunque tenía un desván lleno de muñecas hinchables, látigos, ligueros, correajes Berlanga convirtió en cultura refinada, casi mística, estos productos de sex shop. Con la libertad, el caos, el talento y el sarcasmo, este cineasta ha construido un juguete inteligente con marca de fábrica, con el que ha pasado a la historia del cine.

Berlanga (derecha), en compañía de Rafael Azcona durante la filmación de <i>El verdugo</i>, en 1963.
Berlanga (derecha), en compañía de Rafael Azcona durante la filmación de El verdugo, en 1963.
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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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