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Columna
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'Caramel' en Beirut

Caramel lleva varios meses en cartel en Beirut y todavía se mantiene en una de las minisalas de un centro comercial, Sodeco, situado cerca de mi casa. La tarde en que fui a verla -hasta ahora me había resistido: tengo prejuicios contra los dulces en los títulos-, el aforo estaba medio lleno. Dos parejas de hombres que no eran pareja, sino amigos que habían decidido asomarse al mundo de esas mujeres que tienen cerca siempre y que desconocen. Tres señoras mayores, con aspecto de frecuentadoras de sesiones de tarde, aguardaban la proyección con cara de escepticismo, como si estuvieran allí sólo porque ya habían visto todas las películas que se pasaban en la ciudad. Una pareja heterosexual joven y risueña (sobre todo ella, que en vez de mirarle con la adoración de rigor parecía reafirmada por el simple hecho de haberle arrastrado al cine). Un grupo de mujeres que pasaban de la treintena y que, por la forma de vestir y arreglarse -nada importa tanto como el aspecto exterior de una mujer: Caramel en la vida misma- parecían profesionales liberadas. ¿Cristianas? Posiblemente, dado el barrio. ¿Alguna musulmana entre ellas? Probablemente, pues existen las tránsfugas, de día o a tiempo completo.

Más que por el argumento, se saborea por lo que no sabemos definir quienes aquí vivimos

Se ha definido Caramel como "una comedia amable". Lo es. Si Nadine Labaki, su directora y protagonista, hubiera querido hacer una comedia negra sobre la libanesa e inútil impaciencia por la perfección física, se habría inspirado en las antesalas de las clínicas de estética, atiborradas de adolescentes orgullosamente anoréxicas y de malcasadas matadas a gimnasia, que hacen cola para que les inflen la boca, les reduzcan la nariz, les aumenten los pechos, les levanten los glúteos... o todo a una. Ésta habría sido una visión. Que no difiere mucho, por cierto, de la que podrían dar las clínicas de muchos países occidentales.

Al elegir un salón de belleza modesto -situado en los aledaños de Gemmayzeh, un barrio hermoso y venido a menos-, una estética a lo Almodóvar y una forma de narrar costumbrista y callejera que tiene mucho de la vieja comedia italiana sobre pobres pero guapos, Labaki definía el trazo principal de su película, que es, si me permiten el personalismo, el ingrediente más importante de cuantos alicientes ofrecen la ciudad y sus habitantes a quien esto firma: la ternura cotidiana que me retiene, que nos retiene a muchos aquí, no importa lo que pase.

Esa anciana que, desde un balcón, se hace meter en una bolsa atada a una cuerda papeles que le parecen cartas: yo la conozco de vista. No sé si hay sólo una o varias mujeres de su edad en Beirut que viven solas y han enloquecido y tienen el síndrome de Diógenes, pero, como son listas, se hacen recoger los desechos por otros. Esa calidez de los interiores, las charlas intrascendentes, los ojos oscuros, las sonrisas ilusionadas. Más que por el argumento -que, si se analiza, pese a la amabilidad del envoltorio depila en seco: el temor a envejecer, la dependencia del hombre, la soledad, con o sin él-, Caramel se saborea por lo que no sabemos definir quienes aquí vivimos. Un mundo de mujeres, sí. ¿Elegido, mejorado, conformista? De todo un poco. Y sin embargo, cuánta dulzura, y no en el título solamente.

Sales a la calle y la película se prolonga. Una vieja limpia lentejas con las gafas en la punta de la nariz, la palangana en el regazo; su hija de mediana edad le masajea la espalda. Habitan en una modesta vivienda de una planta, pegada a un rutilante banco de siete pisos.

Y los guardias siguen poniendo multas.

Nadine Labaki, directora y protagonista de <i>Caramel, </i>en un fotograma del filme.
Nadine Labaki, directora y protagonista de Caramel, en un fotograma del filme.
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