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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Confesiones de trastienda

Diego A. Manrique

Todavía hago un esfuerzo por leer o escuchar entrevistas de artistas. Con pocas ilusiones: cada vez es más raro el acceso total, la conversación a calzón quitado. En esto, el mundo de la música sigue las (peores) pautas del cine: el tiempo para los medios se encoge y se supervisa estrechamente lo que se cuenta en esos encuentros, siempre programados para promocionar lanzamientos o giras.

Me refiero a las entrevistas con estrellas pero no mejora el asunto con las figuras emergentes. Requieren un esfuerzo excesivo de tolerancia: me irritan particularmente las charletas con grupos alternativos, tratados paternalmente por esos locutores que han montado toda una mística alrededor del autismo juvenil.

El pop nace del roce entre el deseo de hacer arte y la obligación de venderlo

Por el contrario, aprecio las visiones globales, sobre todo las que cuentan los intríngulis de la industria. Siempre se ha dicho que el pop nace de la fricción entre el deseo de hacer arte y la obligación de vender (discos, entradas o camisetas). El problema: sabemos muy poco sobre la faceta comercial. Estos días he recuperado Howling at the moon, las memorias de Walter Yetnikoff, jefe de CBS Records entre 1975 y 1990, que es como decir líder máximo del negocio discográfico durante sus años de vacas gordas.

Lo primero que enseña el libro puede parecer deprimente: que no es necesario amar la música para triunfar en estas lides. Yetnikoff, abogado, carece de pasiones musicales: ingresa en 1961 en CBS, al intuir que en el negocio discográfico se divierten más y mejor. Su habilidad con los contratos le permite ascender en la compañía, superando incluso el despido de su protector, Clive Davis, prototipo de ejecutivo cool. Y mientras sube, Yetnikoff va aprendiendo a tratar con los artistas.

En realidad, Howling at the moon se podría subtitular La batalla de los egos. Yetnikoff se deleita en revelar cómo son las estrellas cuando no hay focos. Retrata a Dylan como un adulto dependiente de la típica madre judía. No congenia con Paul Simon, que le exige más apoyo. Sí se entiende con Mick Jagger, que demuestra un amplio conocimiento de cómo mover dinero internacionalmente para pagar los menores impuestos posibles.

Junto a la codicia, asombrosas muestras de mezquindad: Yetnikoff debe aguantar las exigencias de Michael Jackson, que le pide que mueva hilos para que Quincy Jones no gane el Grammy como mejor productor por Thriller: alega que Quincy ya tiene muchos premios y que Thriller es una autoproducción.

Yetnikoff prospera en un clima de hedonismo total: está empeñado en demostrar que puede follar, drogarse y derrochar más que cualquiera de sus ruiseñores. Sin olvidar su propio interés: pilota la venta de CBS Records a Sony en 1987, convencido de que los nuevos dueños tendrán que fiarse de su beligerante liderazgo y le recompensarán adecuadamente.

Pero el abogado de Brooklyn se ha convertido en el monstruo de Manhattan. Incapaz de apreciar la música que finalmente sustenta su imperio, termina creyéndose más importante que sus creadores. Quiere imponerles sus prejuicios políticos: regaña a Springsteen por actuar para Amnistía Internacional, organización que considera enemiga de Israel. Disfruta ofendiendo: se burla de la homosexualidad de David Geffen, cuando éste todavía no había salido del armario.

Hacia 1989, sus excesos son tan evidentes que se le impone internarse en una clínica de rehabilitación, adonde acude en el avión privado de la discográfica. Sale limpio pero ya le han hecho la cama tiburones más discretos, tipo Tommy Mottola. En 1990, Sony le expulsa del paraíso... con unos 20 millones de dólares como compensación. Ahí el libro se hace patético: ninguno de sus amigos cantantes abre el pico para reivindicarle.

El resto son bofetones de la realidad. Yetnikoff funda una discográfica que no funciona (hoy tiene un modesto sello que se encarga de confeccionar bandas sonoras). Y escribe el libro para confesar que se arrepiente y que ahora dedica buena parte del día a socorrer a los necesitados. Ojalá sus equivalentes españoles le imitaran.

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